Topic: Pobreza e Inequidade

Desalojos forzosos y derechos humanos en Colombia

Margaret Everett, Novembro 1, 1999

Una versión más actualizada de este artículo está disponible como parte del capítulo 2 del libro Perspectivas urbanas: Temas críticos en políticas de suelo de América Latina.

Muchos gobiernos latinoamericanos han mejorado el proceso de legalización de los asentamientos periféricos, y han reconocido el derecho a la vivienda y la postura de las Naciones Unidas que condena los desalojos forzosos como violaciones de los derechos humanos. Así y todo la práctica del desalojo persiste, con repercusiones devastadoras para familias, vecindades, y para con los esfuerzos de mejoramiento de grandes áreas urbanas. Al perpetuar un clima de miedo e incertidumbre, esta amenaza hace a la gente perder las ganas de invertir recursos y mano de obra en sus hogares y barrios.

Los desalojos en América Latina surgen del fenómeno de ocupación ilegal, el cual a su vez resulta de factores como la urbanización incontrolada, la falta de recursos financieros por parte de la población pobre y de los gobiernos municipales, y la carencia de títulos de propiedad legales o debidamente registrados. En tales circunstancias, la necesidad de supervivencia impulsa al pobre urbano a valerse de una variedad de mecanismos -incluyendo subdivisiones ilegales, invasiones y viviendas autoconstruidas- a fin de satisfacer sus necesidades de alojamiento y de comunidad.

Los moradores de Chapinero Alto, al noreste de Bogotá (Colombia), han enfrentado 30 años de intentos de desplazamiento y desalojo. Muchas de las familias que viven en esta periferia urbana montañosa son descendientes de los trabajadores de haciendas situadas en la región de la sabana (altos llanos). Conforme las haciendas se fueron cerrando y vendiendo para dar paso a la expansión urbana, los trabajadores no tuvieron más alternativa que quedarse a vivir en las colinas, cuyo valor era considerado despreciable por los promotores de mediados del siglo XX.

A principios de la década de 1970, los anuncios del plan de construcción de una autopista generaron una oleada especulativa y varios intentos de expulsión. Los moradores y sus aliados en universidades e instituciones religiosas formaron un frente social masivo que impidió varios desalojos, pero que no pudo detener la especulación. Para la época de finalización del proyecto (mediados de los ’80) pocas familias habían tenido que salir para dar paso a la carretera, pero los barrios tuvieron que volver a hacer frente a otra oleada de intentos de desalojo.

A principios de los ’90 la amenaza surgió nuevamente, esta vez en nombre de proyectos de desarrollo sostenible y de las denuncias hechas por el gobierno y varios grupos privados, que afirmaban que los barrios pobres atentaban contra el frágil medio ambiente circundante. Desde ese entonces los ocupantes se han visto obligados a luchar de mil maneras para defenderse contra los intentos de desalojo, y tal clima de inestabilidad ha desalentado cualquier proyecto de mejora bien sea por parte de los moradores como por parte del gobierno.

Refugiados del desarrollo

Las causas de los desalojos son variadas, pero típicamente se atribuyen directa o indirectamente a proyectos de renovación urbana. Debido a la creciente escasez de terrenos urbanizados, la competencia y las evicciones obligan a los moradores de los asentamientos informales a trasladarse a la periferia. En Bogotá, la expansión de la ciudad ha convertido a Chapinero Alto en uno de los predios más codiciados de la ciudad. A las víctimas de los desalojos (llamadas también “refugiados del desarrollo”) se les suele acusar de obstaculizar el progreso cuando protestan, y raramente se les ofrece una indemnización o participación en programas de reubicación. En los casos de especulación, a menudo las familias se ven obligadas a pasar el trago amargo de ser despojadas de sus hogares prácticamente sin previo aviso.

Los gobiernos locales desempeñan un papel principal en los procesos de desalojo, junto con propietarios de tierras, empresas urbanizadoras, cuerpos policiales y fuerzas armadas. Sacar a los pobres de los predios deseables no sólo facilita emprender proyectos de infraestructura e inmuebles de lujo, sino que también libera al rico del contacto diario con el pobre. Gobernantes y promotores suelen defender sus acciones en aras del embellecimiento y mejoramiento de la ciudad, o aseveran que las barriadas pobres son un caldo de cultivo de problemas sociales. Además, cada vez más se justifican los desalojos tras el escudo de la protección ambiental y el desarrollo sostenible. Todas estas razones han sido utilizadas por funcionarios gubernamentales y propietarios de títulos para eliminar los barrios pobres de Chapinero Alto.

Cuando las familias se ven obligadas a salir de sus predios, no sólo pierden sus tierras y sus hogares, sino también sus vecinos, comunidades y círculos sociales. El estrés sicológico y los daños a la salud causados por meses de incertidumbre pueden ser terribles. Frecuentemente los niños pierden meses de escuela, y sus padres deben viajar distancias considerables para llegar a sus trabajos. Los resultados de estudios antropológicos han demostrado que al dispersarse la población, se desmantelan las redes de ayuda mutua y los círculos sociales, los cuales son herramientas críticas de supervivencia para los pobres urbanos, quienes a menudo afrontan problemas económicos e incertidumbre. Estas redes de protección son irremplazables, incluso en los casos en que las familias reciben una indemnización. Por último, el desalojo entraña un alto riesgo de empobrecimiento, especialmente para las personas carentes de títulos de propiedad, puesto que generalmente no reciben indemnización.

En 1992 el gobierno de Bogotá desalojó a un grupo de 30 familias tras una violenta disputa con un propietario. La ciudad trasladó a las familias a una escuela abandonada, donde vivieron durante varios meses esperando las viviendas de interés social prometidas por el alcalde. A medida que pasaron los meses y se evaporó la promesa de las viviendas, los problemas de estrés, salud y pérdida de ingresos y educación ocasionaron efectos graves en las familias. Varios de los hombres abandonaron sus familias; hubo incidentes de violencia doméstica; y se desintegraron las relaciones sociales. Para el año 1997 las familias se habían dispersado y estaban viviendo dondequiera que pudieron conseguir dónde vivir en la ciudad.

Una de las consecuencias más dolorosas del desalojo es la repercusión negativa que tiene esa permanente inseguridad sobre todos los asentamientos irregulares. Sin importar si al final se hace o no realidad, la amenaza constante del desahucio afecta vastas zonas de ciudades en desarrollo y frena las inversiones en viviendas y servicios, tan necesarias para resolver los problemas de las barriadas. Ésta es una de las razones que imponen estudiar la práctica de los desalojos forzosos dentro del marco de los derechos humanos. El problema continuará hasta tanto la seguridad de tenencia y de una vivienda adecuada no sean protegidas como derechos humanos.

Desalojos y derechos humanos

Dadas las consecuencias sociales de amplio efecto que tienen los desalojos forzosos, no es de sorprender que los mismos quebranten un buen número de derechos humanos. Para empezar, obviamente comprometen el derecho a la vivienda, defendido por el derecho internacional en forma cada vez más explícita. El derecho a la vivienda fue establecido por vez primera en el artículo 25 de la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos Humanos de 1948. La Declaración sobre el Progreso Social y el Desarrollo, la Declaración de los Derechos del Niño, la Declaración de Vancouver sobre los Asentamientos Humanos y otros congresos también afirman el derecho a la vivienda, así como lo hacen más de 50 constituciones, entre ellas la Constitución Colombiana de 1991.

Además del derecho a la vivienda, el desalojo forzoso entraña comúnmente una violación al derecho a la libertad de movimiento. La violencia o el asesinato de líderes o miembros de la comunidad que protestan los desahucios constituyen claras violaciones al derecho a la vida y a la seguridad de las personas, así como también a la libertad de expresión y de afiliación. Cuando un niño es retirado de su escuela debido a un desalojo forzoso, se quebranta su derecho a la educación. Cuando los cuerpos policiales o militares irrumpen en los hogares a la fuerza, las familias pierden sus derechos a la vida privada. El derecho al trabajo es una de las violaciones más frecuentes del desahucio. Finalmente, las repercusiones psicológicas y físicas que acarrean los desalojos forzosos infringen el derecho a la salud.

Incluso en aquellas regiones donde los gobiernos han ratificado las declaraciones de las Naciones Unidas sobre el derecho a la vivienda, se siguen cometiendo violaciones. Las Naciones Unidas y muchos otros organismos observadores responsabilizan claramente al Estado como ente encargado de prevenir los desalojos, y han declarado que si un gobierno fracasa en sus intentos de garantizar la disponibilidad de viviendas adecuadas, tampoco puede aseverar que la eliminación de los asentamientos ilegales cumpla con las normas de derecho internacional. Dado que prácticamente todos los desalojos forzosos son planeados, y dado que existe un conjunto de estipulaciones reconocidas internacionalmente que condenan la práctica, tales desplazamientos deberían efectuarse en seguimiento a políticas sociales y dentro de un marco de trabajo centrado en los derechos humanos.

Consideraciones de política

Basado en varios estudios sobre desalojos forzosos y en nuestro propio estudio de investigación realizado en Bogotá, seguidamente expondremos varias sugerencias para mejorar las políticas de vivienda y de prevención de la violencia mediante el cumplimiento de las normas de derechos humanos. Los puntos siguientes deben ser el objetivo de las políticas que se proponen eliminar los desalojos forzosos:

  • Cuando no sea posible evitar el traslado, el gobierno debe garantizar la reubicación e indemnización, e involucrar la participación total de la comunidad afectada.
  • Se deben mejorar los esfuerzos de regularización o legalización de los asentamientos. Aun cuando existen procedimientos de legalización, problemas tales como burocracia, retrasos y gastos excesivos hacen impracticables tales procesos para la mayoría de la población.
  • Es fundamental resolver la cuestionable situación de los títulos de propiedad que caracteriza a las ciudades latinoamericanas, a fin de proteger el derecho a vivienda, prevenir la violencia y estimular el desarrollo en zonas de población de bajos recursos. Si bien esto es difícil en tierras sometidas a procesos de reclamación por parte de los propietarios de los títulos, son precisamente estas áreas las que requieren la legalización con mayor urgencia. Los gobiernos deben encontrar la forma de indemnizar tanto a los propietarios como a los ocupantes ilegales en tales disputas.
  • Los derechos humanos deben también regir las políticas tributarias. Al este de Bogotá, por ejemplo, los impuestos de valorización –utilizados para captar los aumentos del valor del suelo resultantes de un proyecto de desarrollo ejecutado en los años ’80– amenazaron con provocar la expulsión de las mismas vecindades que el gobierno estaba supuestamente ayudando con el proyecto. De hecho, muchos de los habitantes y activistas creyeron que ésas eran las verdaderas intenciones del gobierno, e incluso algunos miembros de la administración de la ciudad reconocieron que muchas familias se verían obligadas a irse.
  • En el ámbito local, una de las razones principales por la falta de aplicación de las leyes internacionales de derechos a la vivienda es que los gobiernos locales no participan en la creación de tales acuerdos. Además, la descentralización ha hecho que los gobiernos municipales sean virtualmente los únicos responsables de implementar las políticas de vivienda, pero carecen de los recursos necesarios para ejecutar y velar por el cumplimiento de los derechos de vivienda. Las autoridades municipales deben participar en el proceso de elaboración de las leyes, y se las debe equipar con las herramientas necesarias para proteger los derechos de vivienda.
  • Aun si el gobierno carece de recursos para garantizar una vivienda adecuada a todos los ciudadanos, pueden y deben tomar medidas para proteger los derechos de vivienda e impedir situaciones violentas mediante la prohibición de toda clase de desalojos forzosos.
  • A pesar de que el derecho a la vivienda es ampliamente reconocido, raramente se vela por su cumplimiento. Si se fortalece la participación de organizaciones internacionales, así como de instituciones locales tales como el ombudsman, habrá más posibilidades de evitar violaciones de los derechos humanos. Los gobiernos están casi siempre involucrados en la práctica de los desalojos forzosos; por tanto, es poco realista pensar que harán cumplir las estipulaciones de los derechos humanos correspondientes.

Los problemas asociados al desalojo forzoso -violencia, empobrecimiento y estancamiento del desarrollo urbano- podrán prevenirse con más eficacia únicamente implementando mecanismos eficaces para extender los derechos de tenencia a la población urbana pobre. El mejoramiento de las actuales directrices de los derechos humanos requiere extender los derechos de protección contra desalojos forzosos y los derechos al reasentamiento adecuado. Aunque las directrices actuales se cumplen con más eficacia en los proyectos de desarrollo que cuentan con financiamiento internacional, los estados deberían valerse de directrices similares para aplicarlas a toda forma de desplazamiento. Al extender las directrices de los derechos humanos y mejorar los mecanismos de ejecución y cumplimiento, los organismos nacionales e internacionales podrán cumplir mejor con las necesidades de la población pobre urbana.

Margaret Everett es profesora asistente de antropología y estudios internacionales en Portland State University en Portland, Oregon. Su estudio de investigación para este artículo fue parcialmente financiado por el Instituto Lincoln. El informe completo, “Desalojos y derechos humanos: un estudio etnográfico de disputas de desarrollo y tierras en Bogotá, Colombia”, está publicado en la sección de América Latina del sitio Web del Instituto Lincoln (www.lincolninst.edu).

Leyendas de las fotos

Una vivienda del barrio Bosque Calderón de Bogotá muestra los mensajes ‘Respeten nuestros derechos de posesión y vivamos en paz’ y ‘Más de 30 años de posesión es una razón’. Sus habitantes se enfrentaron a intentos de desalojo desde principios de los años ’70, y finalmente recibieron los títulos legales a principio de los ’90.

Los moradores de Bosque Calderón participan en un proyecto de vivienda comunitaria tras finalmente adquirir el permiso de tenencia legal.

Faculty Profile

Francisco Sabatini
Outubro 1, 2004

Francisco Sabatini, a sociologist and urban planner, is a professor at the Catholic University of Chile in Santiago, where he lectures on urban studies and planning and conducts research on residential segregation, value capture and environmental conflicts. He combines his academic work with involvement in NGO-based research and action projects in low-income neighborhoods and villages. He served as an advisor to the Chilean Minister of Housing and Urban Affairs after democracy was restored in 1990, and as a member of the National Advisory Committee on the Environment in the subsequent democratic governments. Sabatini has published extensively in books and journals, and has taught in several countries, mainly in Latin America. He is a long-standing collaborator in the Lincoln Institute’s Program on Latin America and the Caribbean, as a course developer, instructor and researcher.

Land Lines: Why is the topic of residential segregation so important for land policy and urban planning in general?

Francisco Sabatini: Zoning, the centerpiece of urban planning, consists of segregating or separating activities and consolidating homogeneous urban areas, for either exclusionary or inclusionary purposes. At the city level, this planning tool was introduced in Frankfurt, Germany, in 1891 and was adopted elsewhere to address environmental and social problems due to rapid urbanization and industrialization. In modern cities the widespread practice of zoning to separate different activities and groups has aggravated these and other problems. It affects traffic and air pollution because more car trips are needed to move around the city, and it contributes to environmental decay and urban ghettos characterized by symptoms of social disintegration, such as increasing rates of school dropouts, teenage pregnancy and drug addiction.

It is indisputable that the desire for social segregation has long been a component of exclusionary zoning, along with concerns related to the environment and health. The influx of working-class families and immigrants is often considered undesirable and politically threatening, and zoning has been used to segregate such groups. Ethnic and religious discrimination are the most negative forms of social segregation. When a national government defines itself in religious, ethnic or racial terms, residential segregation usually remains entrenched as a severe form of discrimination, intolerance and human exploitation, as in Ireland, South Africa and Israel. Segregation can be positive, however, as in many cities around the world that become socially enriched with the proliferation of ethnic enclaves.

LL: What are the economic impacts of segregation?

FS: Besides its urban and social effects, residential segregation is an important aspect of land policy because it is closely connected to the functioning of land markets and is a factor in motivating households to pursue economic security and the formation of intergenerational assets. Fast-growing cities in unstable and historically inflationary economies convert land price increments into an opportunity for households at every social level to achieve their goals. It is no coincidence that the percentage of home ownership is comparatively high in Latin American cities, including among its poor groups. Land valuation seems to be an important motivation behind the self-segregating processes of the upper and middle classes. And, the increase in land prices is a factor in limiting access to serviced land and contributing to spatial segregation. In fact, the scarcity of serviced land at affordable prices, rather than the absolute scarcity of land, is considered the main land problem in Latin American cities, according to research conducted at the Lincoln Institute.

LL: What makes residential segregation so important in Latin America?

FS: Two of the most salient features of Latin America are its socioeconomic inequality and its urban residential segregation. There is an obvious connection between the two phenomena, though one is not a simple reflection of the other. For example, changes in income inequality in Brazilian cities are not necessarily accompanied by equivalent changes in spatial segregation. Residential segregation is closely related to the processes of social differentiation, however, and in that sense is deeply entrenched in the region’s economically diverse cities.

The rapidly increasing rate of crime and related social problems in spatially segregated low-income neighborhoods makes segregation a critical policy issue. These areas seem to be devolving from the “hopeful poverty” that predominated before the economic reforms of the 1980s to an atmosphere of hopelessness distinctive of urban ghettos. How much of this change can be attributed to residential segregation is an open question, on which little research is being done. I believe that in the current context of “flexible” labor regimes (no contracts, no enforcement of labor regulations, etc.) and alienation of civil society from formal politics, residential segregation adds a new component to social exclusion and desolation. In the past, spatial agglomeration of the poor tended to support grassroots organizations and empower them within a predominantly elitist political system.

LL: What features are characteristic of residential segregation in Latin America, as contrasted to the rest of the world?

FS: Compared to societies with strong social mobility, such as the United States, spatial segregation as a means of asserting social and ethnic identities is used less frequently in Latin America. Brazil shares with the U.S. a history of slavery and high levels of immigration, and it is one of the most unequal societies in the world; however, there is apparently much less ethnic or income segregation in residential neighborhoods in Brazil than in the U.S.

At the same time, there is a high degree of spatial concentration of elites and the rising middle class in wealthy areas of Latin American cities, although in many cases these areas are also the most socially diverse. Lower-income groups easily move into these neighborhoods, in contrast with the tradition of the wealthy Anglo-American suburb, which tends to remain socially and economically homogeneous over time.

Another noteworthy spatial pattern is that the segregated poor neighborhoods in Latin America are located predominantly on the periphery of cities, more like the pattern of continental Europe than that of many Anglo-American cities, where high concentrations of poverty are found in the center. The powerful upper classes in Latin America have crafted urban rules and regulations and influenced public investment in order to exclude the “informal” poor from some of the more modern zones, thus making the underdevelopment of their cities and countries less visible.

Finally, the existence of a civic culture of social integration in Latin America is manifested in a socially mixed physical environment. This widespread social mingling could be linked to the Catholic cultural ethos and the phenomenon of a cultural mestizo, or melting pot. The mestizo is an important figure in Latin American history, and it is telling that in English there is no word for mestizo. Anglo-American, Protestant cities seem to demonstrate more reluctance to encourage social and spatial mixing. Expanding this Latin American cultural heritage should be a basic goal of land policies aiming to deter the formation of poor urban ghettos, and it could influence residential segregation elsewhere.

LL: What trends do you perceive in residential segregation in Latin America?

FS: Two trends are relevant, both stimulated by the economic reforms of the 1980s: the spatial dispersal of upper-class gated communities and other mega-projects into low-income fringe areas; and the proliferation of the ghetto effect in deprived neighborhoods. The invasion of the urban periphery by large real estate projects triggers the gentrification of areas otherwise likely to become low-income settlements, giving way to huge profits for some. It also shortens the physical distance between the poor and other social groups, despite the fact that this new form of residential segregation is more intense because gated communities are highly homogeneous and walls or fences reinforce exclusion. Due to the peripheral location of these new developments, the processes of gentrification must be supported by modern regional infrastructures, mainly roads. Widespread private land ownership by the poor residents could help to prevent their complete expulsion from these gentrified areas and achieve a greater degree of social diversity.

The second trend consists of the social disintegration in those low-income neighborhoods where economic and political exclusion have been added to traditional spatial segregation, as mentioned earlier.

LL: What should land policy officials, in Latin America and elsewhere, know about residential segregation, and why?

FS: Residential segregation is not a necessary by-product of public housing programs or of the functioning of land markets, nor is it a necessary spatial reflection of social inequality. Thus, land policies aimed at controlling residential segregation could contribute to deterring the current expansion of the ghetto effect. In addition, officials should consider measures aimed at democratizing the city, most notably with regard to the distribution of investments in urban infrastructure. Policies such as participatory budgeting, as implemented in Porto Alegre and other Brazilian cities, could be indispensable in helping to undermine one of the mainstays of residential segregation in Latin American cities: public investments biased toward affluent areas.

LL: How is your work with the Lincoln Institute addressing these problems?

FS: Residential segregation is widely recognized as a relevant urban topic, but it has been scarcely researched by academics and to a large extent has been neglected by land policy officials. With the Institute’s support I have been lecturing on the topic in several Latin American universities over the past year, to promote discussion among faculty and students in urban planning and land development departments. I also lead a network of scholars that has recently prepared an eight-session course on residential segregation and land markets in Latin America cities. It is available in CD-ROM format for public officials and educators to support teaching, research and debate on the topic.

LL: Please expand on your new role as a Lincoln Institute partner in Chile.

FS: This year we inaugurated the Program on Support for the Design of Urban Policies at the Catholic University of Chile in Santiago. The program’s advisory board includes members of parliament, senior public officials, business leaders, researchers, consultants and NGO representatives. With its focus on land policy, particularly actions related to the financing of urban development and residential social integration, this board will identify relevant national land policy objectives and adequate strategies to reach them, including activities in the areas of training, applied policy research and dissemination of the results.

The board’s first task is to promote broad discussion of the draft reform of major urban laws and policies that the government recently sent to the Chilean Parliament. Since the late 1970s, when the urban and land market liberalization policies were applied under the military dictatorship, the debate on urban policies has fallen nearly silent, and Chile has lost its regional leadership position on these issues. Overly simplistic notions about the operation and potential of land markets, and especially about the origins of residential segregation (due in part to ideological bias), have contributed to this lack of discussion. Both land markets and the processes of residential segregation must be seen as arenas of critical social and urban importance. We want to reintroduce Chile into this debate, which has been facilitated by the Lincoln Institute’s Program on Latin America and the Caribbean and its networks of experts over the past 10 years.

References and Resources

Sabatini, Francisco, and Gonzalo Cáceres. 2004. Barrios cerrados: Entre la exclusión y la integración residencial (Gated communities: Between exclusion and residential integration). Santiago: Instituto de Geografía, Pontificia Universidad Católica de Chile.

———. Forthcoming. Recuperación de plusvalías en Santiago de Chile: Experiencias del Siglo XX. (Value capture in Santiago, Chile: Experiences from the 20th century). Santiago: Instituto de Geografía, Pontificia Universidad Católica de Chile.

Sabatini, Francisco, Gonzalo Cáceres and Gabriela Muñoz. 2004. Segregación residencial y mercados de suelo en la ciudad latinoamericana. (Residential segregation and land markets in Latin American cities). CD-ROM.

Espaço e debates. 2004. Segregações urbanas 24(45).

Living in Slums

Residential Location Preferences in Santiago, Chile
Isabel Brain, Pablo Celhay, José Joaquín Prieto, and Francisco Sabatini, Outubro 1, 2009

In Latin American cities, especially in the larger ones, location is critical for vulnerable groups. In Buenos Aires, the population of shantytowns in the central area doubled in the last inter-census period (1991–2001), even though total population declined by approximately 8 percent. In Rio de Janeiro during the same decade, the fastest growing informal settlements were those considered to be in the best locations, generally near the beach in middle- and upper-income neighborhoods, although they were already the most crowded and congested slums.