Topic: Climate Change

Retorno de la inversión

Según investigaciones, la acción del cambio climático está relacionada con aumentos del valor del suelo y la propiedad
Por Anthony Flint, July 21, 2022

 

E

n la ciudad china de Zhengzhou, un centro de fabricación ubicado casi a mitad de camino entre Pekín y Shanghái, un smog continuo que irrita los ojos colocaba a la ciudad en las listas de las ciudades más contaminadas del mundo. Hace casi10 años, los dirigentes locales se unieron en un plan de acción nacional e integral para limpiar el aire, iniciado por varios departamentos gubernamentales centrales y diseñado para reducir las emisiones de la industria, la producción energética, el uso del suelo y otras actividades de consumo.

Unos años más tarde, los resultados eran claros: nada extremo, pero cielos más celestes y una diferencia lo suficientemente notoria para influir en el comportamiento social, como la disposición de la gente a viajar y estar al aire libre. Un equipo de investigadores descubrió algo más: la mejora en la calidad del aire se relacionaba con un aumento general del valor de las propiedades.

Mediante un modelo espaciotemporal que cuantificaba la asociación entre el aire más puro y el valor del suelo, los investigadores determinaron que mejorar la calidad del aire en un 10 por ciento aumentaba un 5,6 por ciento el valor de las propiedades en toda la ciudad, dice Erwin van der Krabben, profesor en la Universidad Radboud en Países Bajos. Con el tiempo, eso podría dar como resultado un estímulo de US$ 63.000 millones, dice van der Krabben.

“Si se mejora aún más la calidad del aire, podemos predecir cuánto valor obtendremos”, dice van der Krabben, que está documentando las ramificaciones de la acción climática a nivel mundial. Hace poco coescribió un documento de trabajo del Instituto Lincoln sobre la calidad del aire y el valor del suelo en China, junto con Alexander Lord de la Facultad de Ciencia Medioambiental de la Universidad de Liverpool y Guanpeng Dong, profesor de Geografía Humana Cuantitativa en la universidad de Henan (Lord, van der Krabben y Dong, 2022).

La idea de que la acción medioambiental aumenta el valor del suelo y las propiedades puede parecerle obvia a muchos, pero, en general, creo que no se ha demostrado completamente. El tipo de análisis realizado en Zhengzhou es importante porque vincula directamente las mejoras medioambientales con un aumento del valor. Demostrar la relación es fundamental para respaldar la herramienta financiera que podría ser clave para abordar la crisis climática: la recuperación de plusvalías.

La recuperación de plusvalías, una herramienta financiera poco conocida en el pasado, se usa en todo el mundo para ayudar a financiar el transporte, la vivienda asequible, los espacios al aire libre y otras obras de infraestructura pública. El enfoque requiere que los emprendedores inmobiliarios y los propietarios aporten una parte de los aumentos del valor de las propiedades o del suelo, fomentados por la inversión pública y las acciones gubernamentales. Las municipalidades destinan la renta generada a obras de infraestructura u otros proyectos que benefician al público (Germán y Bernstein, 2020).

Mientras el mundo se prepara para invertir billones de dólares en un esfuerzo masivo para dejar atrás los combustibles fósiles, reducir las emisiones y generar resiliencia, la recuperación de plusvalías podría ayudar a subsanar la brecha financiera climática internacional, en especial a nivel local.

Determinar que lo que es bueno para el planeta es bueno para la economía, dice van der Krabben, explica con claridad la premisa fiscal de usar la recuperación de plusvalías. En China, donde el suelo es propiedad del estado y se arrienda a los emprendedores inmobiliarios, los aumentos del valor del suelo se añaden al precio que pagan los emprendedores. “Si las ciudades chinas actúan de manera racional, si invierten ese ingreso adicional de la renta del suelo, si continúan destinando esas inversiones a generar aire más puro, se logra un círculo virtuoso”, dice.

En consecuencia, se implementan metodo-logías de valuación y tasación cada vez más sofisticadas para describir el impacto de la acción gubernamental en el valor del suelo y la propiedad, y no solo para detallar cómo una estación de transporte o un parque resiliente a las inundaciones crea una mejora en el barrio local, sino cómo las políticas más amplias, como los requisitos de aire puro o las políticas que fomentan la actividad física, pueden tener un impacto positivo en un público más amplio.

El análisis del “círculo virtuoso” no es solo una razón económica poderosa que respalda la responsabilidad compartida del financiamiento de la acción climática, sino que también es una razón moral. Por lo general, en muchos lugares, los emprendedores inmobiliarios y los propietarios obtienen beneficios inesperados, generados por las inversiones públicas.

“Hay una falta de financiamiento bien documentada de las acciones que se necesitan para abordar la crisis climática”, dice Amy Cotter, directora de Estrategias Climáticas en el Instituto Lincoln. “Una parte muy pequeña funciona como la recuperación de plusvalías: se crea a partir de la misma acción que posibilita, bajo control local”. La recuperación de plusvalías “no solventará el financiamiento climático, pero tiene el potencial de subsanar una brecha importante”, dice Cotter.


La estación de ferrocarril Canary Wharf en el este de Londres. Las políticas de recuperación de plusvalías lograron un retorno de más de US$ 1.200 millones de los costos de capital de US$ 23.000 millones para la red de ferrocarriles, también conocida como la línea Elizabeth. Crédito: Jui-Chi Chan vía iStock/Getty Images Plus.

UNA CARACTERÍSTICA LLAMATIVA del estudio de caso de la contaminación aérea de Zhengzhou es que los beneficios se distribuyeron por toda la ciudad. Pero en los contextos urbanos, una amplia gama de proyectos y políticas que pueden contribuir a la resiliencia ante el cambio climático se están poniendo de manifiesto en términos económicos, tanto a nivel de una cuadra de la ciudad como de todo un barrio:

  • La Ordenanza Eco Eficiencia del distrito Metropolitano de Quito, que ganó un premio Guangzhou en 2021 por innovación urbana, fomenta la eficiencia energética y la densidad vendiéndoles a los emprendedores inmobiliarios el derecho a construir edificios más altos si tienen elementos ecológicos o están cerca de un medio de transporte público. Desde que la ordenanza entró en vigencia en 2016, se aprobaron 35 proyectos que tuvieron tanto éxito que los emprendedores inmobiliarios no tuvieron problemas en devolver una parte de las ganancias mediante esta herramienta de recuperación de plusvalías. La ciudad invertirá los US$ 10,7 millones recaudados hasta el momento en mejoras, como parques y viviendas asequibles, y está adoptando la ordenanza como parte de su nuevo plan de administración y uso del suelo.
  • En un estudio realizado por Center for Neighborhood Technology (CNT) y SB Friedman Development Advisors, se descubrió que las instalaciones de infraestructura verde de agua pluvial en Seattle y Filadelfia, como los jardines infiltrantes y los bajíos, daban como resultado un aumento estadísticamente importante en los precios de venta de las viviendas cercanas (CNT y SB Friedman Development Advisors, 2020). Duplicar los metros cuadrados de jardines infiltrantes, bajíos, áreas con plantas o pavimento permeable a 75 metros de una vivienda se asocia con un valor de venta entre 0,28 y 0,78 por ciento mayor, en promedio.
  • En Buenos Aires, una valuación similar de proyectos de infraestructura azul-verde propuestos en la cuenca del arroyo Medrano demostró un enorme potencial de impactos positivos sobre el valor del suelo, a partir de la reducción del riesgo de inundaciones asociado con la infraestructura gris tradicional, y las mejoras en el espacio verde público (Kozak et al., 2022). Los autores citan un proyecto que mejoró el acceso público al río Paraná en Santa Fe, Argentina, como ejemplo del desarrollo que puede tener esto. La revitalización de esta vía fluvial produjo un aumento promedio del 21 por ciento del valor del suelo en un radio de 10 cuadras de la costa.
  • Los principales proyectos de transporte del mundo que contribuyen a alcanzar los objetivos de descarbonización, desde la extensión del ferrocarril Tsukuba Express de Tokio, hasta la modernización y electrificación del ferrocarril interurbano de pasajeros en San José, Costa Rica, y el proyecto de ferrocarril de Londres, que se espera que ahorre aproximadamente 2,75 millones de toneladas de carbono durante su vida útil, se financian, en su mayoría o en parte, a partir de la presunción de que los valores de las propiedades ubicadas a lo largo de las rutas que cubren aumentarán.
  • Los emprendedores inmobiliarios y los propietarios buscan un lugar seguro, lejos de la subida del nivel del mar y otros impactos climáticos, y están dispuestos a pagar por esa sensación de seguridad. Boston creó un fondo de resiliencia ante el cambio climático, al que los emprendedores inmobiliarios contribuyen para ayudar a coordinar la construcción de malecones y sistemas naturales a fin de proteger el suelo urbano. Cada vez más, el hecho de colaborar con la adaptación se considera como un pequeño precio que debe pagarse para proteger los bienes inmuebles y garantizar que no se pierda su valor inherente, dice Brian Golden, el recién jubilado director de la Agencia de Planificación y Desarrollo de Boston.

Parece ser que lo mismo aplica a los compradores particulares. Siempre tuvieron en cuenta las características de la propiedad y las preferencias de los consumidores, como la cantidad y la composición de las habitaciones o la calidad de las escuelas públicas locales. Ahora quieren saber más sobre las características que hacen que una vivienda sea más resiliente ante el cambio climático y están dispuestos a pagar más por ellas, según Katherine Kiel, una profesora de Economía en College of the Holy Cross, Massachusetts, y autora de un documento de trabajo del Instituto Lincoln sobre la adaptación y el valor de las propiedades (Kiel 2021).

SI BIEN LA CONEXIÓN entre las intervenciones medioambientales y el aumento de los valores es una buena noticia para los emprendedores inmobiliarios y los propietarios, el asunto se complica con el aburguesamiento y los desplazamientos. Un ejemplo reciente y conocido de mejoras ecológicas que tienen un impacto en la economía local es la iluminación natural del río Saw Mill en Yonkers, Nueva York, que transformó un área de negocios descuidada de forma tal que los precios de las viviendas se alzaron repentinamente en el área circundante, dice Cate Mingoya, directora nacional de Resiliencia ante el Cambio Climático y Uso del Suelo en Groundwork USA. Los aumentos se produjeron por “la percepción de un espacio más limpio y más verde”, dice Mingoya.

“De ninguna manera plantar árboles o iluminar de forma natural un río obliga a los propietarios a aumentar los alquileres de una manera tan abrupta. En ninguna parte dice que los propietarios tienen derecho a maximizar el beneficio de un sistema que está regulado injustamente a su favor”, dice.

Pero los propietarios pueden aprovechar estas inversiones públicas para cobrar más y de hecho lo hacen, dice Mingoya, que modera asociaciones intersectoriales para implementar medidas de adaptación climática en comunidades vulnerables. Algunas comunidades que buscan frenar el aburguesamiento ecológico implementan medidas que son “lo suficientemente ecológicas . . . y donde se hacen una cantidad limitada de mejoras en los barrios de bajos recursos en un intento por evitar los desplazamientos”. Muchas veces estos esfuerzos rozan lo absurdo, según Mingoya: “¿Debería haber 30 árboles o solo 10?”. Pero claramente demuestran la conciencia cada vez mayor de que las intervenciones ecológicas y el aumento de los valores están relacionadas (las políticas de recuperación de plusvalías diseñadas estratégicamente pueden mitigar los casos en los que las intervenciones medioambientales se asocian con el aburguesamiento y los desplazamientos, con disposiciones para aumentar las viviendas asequibles, por ejemplo).

Desde otra perspectiva, las condiciones medioambientales malas que no se abordan o que se abordan de forma parcial tienen un efecto económico negativo. En un informe reciente que realizaron investigadores de varias universidades de Utah, se estima que el aire contaminado acorta la expectativa de vida dos años y le cuesta al estado casi US$ 2.000 millones al año. Algunos gobiernos locales y estatales llevan un registro del daño que causa el cambio climático, según Pew Charitable Trusts, a fin de prepararse para demandar a las empresas de combustibles fósiles.

La falta de acción climática, en casos en los que las municipalidades no pueden o no quieren implementar infraestructura de resiliencia ni tomar otras medidas para evitar las inundaciones, la subida del nivel del mar, las avalanchas de lodo y otros problemas similares, hace caer el valor precipitadamente. Un estudio sobre el hundimiento del suelo en Java, Indonesia, donde las viviendas se hundieron en tierra inestable, demostró que la práctica local de reconstruir sobre socavones, a veces dos o tres veces, con la esperanza de recuperar la viabilidad económica no ayudó a detener la disminución del valor de las propiedades. La única solución en esos casos, según el estudio, que también fue dirigido por van der Krabben, sería realizar una recomposición enorme de la administración del agua y el suelo, o abandonar el área por completo. Indonesia sigue avanzando con la reubicación a gran escala de su capital, Yakarta, principalmente por esta razón.

En Miami, uno de los motivos de las contribuciones del sector privado a la infraestructura de resiliencia es que, sin acciones rápidas, más propiedades quedarán sumergidas en el agua. Desde esta perspectiva, las medidas protectoras hacen más que aumentar el valor del suelo y las propiedades; evitan que los valores caigan por debajo de cero, ya que evitan que el suelo sea inhabitable.


En Boston, los emprendedores inmobiliarios contribuyen al costo de proteger la vulnerable costa de la ciudad. Crédito: Marcio Silva vía iStock/Getty Images Plus.

INCLUSO A MEDIDA QUE AUMENTA LA EVIDENCIA DE LA RELACIÓN entre la acción medioambiental y el alza económica, deben superarse muchos desafíos para que funcione la recuperación de plusvalías. Las leyes nacionales de desarrollo urbano deben reformarse para autorizar a más gobiernos locales a utilizar las plusvalías y permitir rentas propias. En todo el mundo sigue habiendo una gran necesidad de una mejor capacidad institucional, una buena gobernanza, controles del suelo y sistemas de tenencia.

Los gobiernos también deben recordar que las finanzas con base en el suelo son solo una forma de financiar las iniciativas climáticas y medioambientales, que tienen mayor capacidad para subsanar brechas que para actuar como fuente principal o única de renta para un mundo con emisiones de carbono neutras.

Probablemente, los gestores de políticas también tengan que cuidarse para no abarcar demasiado. Los beneficios de una estación de transporte para las viviendas cercanas son “claros como el agua”, dice van der Krabben, por lo que los emprendedores inmobiliarios son más propensos a realizar aportes para estas obras de infraestructura. El beneficio más importante de una política medioambientalmente progresiva a nivel local o regional, por ejemplo, la prohibición de los sistemas de calefacción y refrigeración alimentados con combustibles fósiles en las construcciones nuevas, como las prohibiciones para usar gas natural en grandes ciudades de los EE.UU., como Seattle, San Francisco y Nueva York, puede ser más difícil de vender.

“Lo que se busca es que los emprendedores inmobiliarios contribuyan con las inversiones regionales, pero eso es más difícil de negociar. Los beneficios son más indirectos”, dice van der Krabben.

Según los académicos, esta es una razón más por la que deben analizarse las prácticas de valuación y tasación que rigen las plusvalías y los aumentos del valor de las propiedades en primer lugar. Los métodos de valuación más sofisticados mejoraron la precisión de la tasación, dice Joan Youngman, miembro sénior del Instituto Lincoln, citando el estándar técnico de la Asociación Internacional de Funcionarios Tasadores (IAAO, por su sigla en inglés) para el avalúo masivo de los bienes inmuebles, que fue diseñado para mejorar la equidad, la calidad, la igualdad y la precisión de la valuación. El avalúo masivo se define en ese estándar como “el proceso de valuar un conjunto de propiedades en una fecha determinada mediante datos comunes, métodos estandarizados y pruebas estadísticas”.

Es posible que próximamente el proceso de valuación se realice con ayuda de herramientas tecnológicas. Hace poco el International Property Tax Institute y la IAAO publicaron informes sobre el uso posible de la inteligencia artificial (IA) en la valuación de propiedades. Si bien la IA presenta desafíos e incertidumbre, se espera que produzca valores más precisos que los que se obtienen mediante los métodos tradicionales.

Cuando se trata de identificar los efectos de las acciones y la inversión públicas en el valor del suelo, las herramientas modernas, el análisis de datos y las técnicas estadísticas ayudan a identificar y medir las plusvalías, dice Youngman.

Con buenas prácticas, un pensamiento especulativo y una lista cada vez más extensa de ciudades en todo el mundo que usan la recuperación de plusvalías, quienes abordan la crisis climática esperan que la relación entre las inversiones públicas masivas necesarias para salvar el futuro del planeta y las recompensas económicas que brindan sea más clara; además, esperan que se evidencien aún más las formas en que dichas recompensas económicas se pueden reinvertir para el bien público (Bisaro y Hinkel, 2018; Dunning y Lord, 2020; Van der Krabben, Samsura y Wang, 2019).

Golden, el planificador saliente de Boston, dice que notó un “cambio cultural” entre los propietarios y los emprendedores inmobiliarios, que reconocen que las inversiones públicas en infraestructura de resiliencia protegen los bienes inmuebles privados, lo que hace que sea más probable que ayuden a cubrir los costos.

Exigir que los emprendedores inmobiliarios ayuden a financiar la restauración de los terraplenes, los malecones y los sistemas naturales, que servirán de protección ante una subida estimada del nivel del mar de 100 centímetros en la costa de 75 kilómetros de la ciudad, se toma como una cuestión de interés propio, dice Golden, no solo para los sitios de desarrollo particulares, sino para la prosperidad a futuro de Boston como motor económico de la región. El sector privado prácticamente no mostró resistencia contra iniciativas como el fondo de resiliencia. “Hay mucho trabajo por hacer”, dice Golden. “Ellos lo saben”.

 


 

Anthony Flint es miembro sénior del Instituto Lincoln, conduce el ciclo de pódcasts Land Matters y es editor colaborador de Land Lines.

Imagen principal: Zhengzhou, provincia de Henan, China. Crédito: Zhang mengyang vía iStock/Gettty Images.

 


 

Referencias

Bisaro, Alexander y Jochen Hinkel. 2018. “Mobilizing Private Finance for Coastal Adaptation: A Literature Review”. WIREs 9(3). https://doi.org/10.1002/wcc.514.

CNT y SB Friedman Development Advisors. 2020. “Green Stormwater Infrastructure Impact on Property Values”. Noviembre. Chicago, IL: Center for Neighborhood Technology. https://cnt.org/publications/green-stormwater-infrastructure-impact-on-property-values.

Dunning, Richard J. y Alex Lord. 2020. “Viewpoint: Preparing for the Climate Crisis: What Role S…hould Land Value Capture Play?” Land Use Policy, volumen 99. Diciembre. https://www.sciencedirect.com/science/article/abs/pii/S0264837720302908?via%3Dihub.

Germán, Lourdes y Allison Ehrich Bernstein. “Land Value Return: Tools to Finance Our Urban Future”. Resumen de políticas Cambridge, MA: Instituto Lincoln de Políticas de Suelo (enero). https://www.lincolninst.edu/publications/policy-briefs/land-value-return.

Kiel, Katherine A. 2021. “Climate Change Adaptation and Property Values: A Survey of the Literature”. Documento de trabajo Cambridge, MA: Instituto Lincoln de Políticas de Suelo (agosto). https://www.lincolninst.edu/publications/working-papers/climate-change-adaptation-property-values.

Kozak, Daniel y Hayley Henderson, Demián Rotbart, Alejandro de Castro Mazarro y Rodolfo Aradas. 2022. “Implementación de Infraestructura Azul y Verde (IAV) a través de mecanismos de captación de plusvalía en la Región Metropolitana de Buenos Aires: El caso de la Cuenca del Arroyo Medrano”. Documento de trabajo Cambridge, MA: Instituto Lincoln de Políticas de Suelo (febrero). https://www.lincolninst.edu/publications/working-papers/implementacion-infraestructura-azul-verde-iav-traves-mecanismos. [Versión en inglés disponible en https://www.mdpi.com/2071-1050/12/6/2163.]

Krabben, van der, Erwin, Samsura, Ary y Wang, Jinshuo. 2019. “Financing Transit Oriented Development by Value Capture: Negotiating Better Public Infrastructure”. Documento de trabajo Cambridge, MA: Instituto Lincoln de Políticas de Suelo (junio). https://www.lincolninst.edu/sites/default/files/pubfiles/van_der_krabben_wp19ek1.pdf.

Lord, Alexander, Erwin van der Krabben y Guanpeng Dong. 2022. “Building the Breathable City: What Role Should Land Value Capture Play in China’s Ambitions to Prepare for Climate Change?” Documento de trabajo Cambridge, MA: Instituto Lincoln de Políticas de Suelo (junio). https://www.lincolninst.edu/publications/working-papers/building-breathable-city.

Tecnociudad

Nuevas herramientas para gestionar los objetivos climáticos locales
Por Rob Walker, July 31, 2022

 

En el esfuerzo cada vez más urgente de disminuir las emisiones de gases de efecto invernadero y ralentizar el daño que produce el cambio climático, los gestores de políticas y los planificadores locales cumplen una función fundamental. La buena noticia es que hoy en día tienen acceso a más datos que nunca. Sin embargo, analizarlos, clasificarlos y comprenderlos puede ser un gran desafío.  

Un conjunto nuevo de herramientas tecnológicas ayuda a capturar datos relacionados con las emisiones de gases de efecto invernadero municipales, los organiza de manera que sean sencillos de comprender y hace que sean accesibles para los dirigentes municipales.

En Minneapolis–St. Paul, el Consejo Metropolitano de Twin Cities trabaja en un nuevo esfuerzo ambicioso para apoyar las decisiones climáticas locales. Según la Agencia de Protección Medioambiental, las emisiones per cápita de Minnesota en 2016 estaban apenas por encima del promedio nacional de 16 toneladas métricas de dióxido de carbono por persona. Desglosar los detalles detrás de ese número puede ser complejo. Simplificarlo es uno de los objetivos principales del Consejo, que es un cuerpo regional que gestiona políticas, y actúa como agencia de planificación y proveedor de servicios, incluidos transporte y vivienda asequible para una región de siete condados, que cuenta con 181 gobiernos locales.

La herramienta de planificación de escenarios de gases de efecto invernadero del Consejo Metropolitano, que lleva tres años en desarrollo y estará disponible más adelante este año, surgió del trabajo que realizó el Consejo con el objetivo de fomentar la habitabilidad, la sostenibilidad y la vitalidad económica regionales, pero, básicamente, pueden utilizarla todas las municipalidades de los Estados Unidos.

Curiosamente, el proceso comenzó con la creación de un equipo de socios, incluidos varios académicos de renombre (de la Universidad de Princeton, la Universidad de Texas en Austin y la Universidad de Minnesota) que estudian distintos aspectos del cambio climático y organizaciones sin fines de lucro del sector privado, lo que “posibilitó el acceso a la ciencia y la innovación que solo puede brindar la academia, combinadas con la sabiduría práctica del gobierno”, dice Mauricio León, investigador sénior del Consejo Metropolitano.

Entre las tareas de León, se incluye el registro de las emisiones de gases de efecto invernadero de la región de Twin Cities, por lo que está familiarizado con las complejidades de medir las emisiones en el presente y buscar la forma de proyectar esos datos en diferentes escenarios en el futuro. El Consejo notó que este puede ser un desafío que consume tiempo y recursos para los gobiernos locales. Esto condujo a la idea de crear una aplicación web que toma como punto de partida bases de datos existentes y que puede ajustarse según las estrategias de políticas específicas.

León y una de las socias académicas del Consejo, Anu Ramaswami, profesora de ingeniería civil y medioambiental en Princeton e investigadora principal del proyecto, destacan que las asociaciones entre el sector público y el académico no son frecuentes. “Es algo casi único”, dice Ramaswami, que trabajó con distintas ciudades durante años, pero muy pocas veces en un proyecto que servirá a una gran cantidad de municipalidades y gobiernos locales.

En cuanto a los procesos, dice ella, los científicos y los gestores de políticas formularon las preguntas relevantes y, luego, crearon el modelo juntos. Los colaboradores identifican conjuntos de datos relacionados con las fuentes principales de emisiones. Por ejemplo, en el área de Twin Cities, alrededor del 67 por ciento de las emisiones directas provienen de “energía estacionaria”, como la electricidad y el gas natural que se usan en los hogares y edificios, mientras que el 32 por ciento proviene del transporte. El equipo también identificó las estrategias y políticas de reducción y compensación más prometedoras, como regulaciones, incentivos económicos, inversiones públicas y usos del suelo (parques y áreas verdes), entre otras. Con tres áreas o módulos centrales: la construcción de infraestructura energética, de transporte y verde, la aplicación está diseñada para mostrarles a los gestores de políticas los posibles resultados de varias estrategias de mitigación. El marco general se ajusta al objetivo de los gobiernos locales de neutralizar las emisiones para 2040, una meta a la que aspira el Consejo Metropolitano.

En la demostración conceptual preliminar de la herramienta durante la conferencia Consorcio para la Planificación de Escenarios (CSP, por su sigla en inglés) del Instituto Lincoln a principios de este año, León mostró cómo diferentes tipos de comunidades, desde ciudades hasta áreas rurales, tienen diferentes efectos y opciones de estrategias. Por ejemplo, una ciudad tiene muchas opciones de transporte que no están disponibles en una comunidad rural. Los gestores de políticas que usan la herramienta también pueden tener en cuenta otros factores claves, como las implicaciones en la igualdad de las estrategias de reducción de los gases de efecto invernadero que podrían tener un impacto en algunos segmentos de una comunidad más que en otros. “Esta herramienta se puede usar para crear una cartera de estrategias según los valores de cada uno”, explica León.

Con objetivos similares pero un enfoque distinto, el Consejo de Planificación del Área Metropolitana (MAPC, por su sigla en inglés) de Boston presentó una herramienta localizada de inventario de gases de efecto invernadero varios años atrás. La herramienta del MAPC se enfoca menos en los escenarios futuros y más en brindar datos y aproximaciones de referencia precisos y específicos de cada comunidad sobre los impactos de varias actividades e industrias. Guiada en parte por un marco de inventario de gases de efecto invernadero desarrollado por World Resources Institute, C40 Cities y CLEI-Local Governments for Sustainability, busca medir las emisiones directas e indirectas de una municipalidad.

Jillian Wilson-Martin, directora de Sostenibilidad en Natick, Massachusetts, dice que la herramienta del MAPC recopila los datos y estima los impactos sobre las emisiones de automóviles, la calefacción hogareña, el cuidado del jardín y otros factores que sería difícil obtener para un pueblo en forma individual. Esto ayudó a Natick a medir las fuentes principales de emisiones, que es el punto de partida para diseñar las estrategias de reducción. En conjunto con las compensaciones, el pueblo busca reducir sus emisiones netas de nueve toneladas métricas per cápita a cero para 2050. “Será más fácil para las comunidades pequeñas sin presupuesto para cuestiones de sostenibilidad acceder a esta información importante, lo que les permitirá ser más eficaces”, dice Wilson-Martin.

Si bien el MAPC brinda recursos de guía y capacitación a las 101 ciudades y pueblos que sirve en el este de Massachusetts, es tarea del dirigente de cada municipalidad decidir cómo miden el inventario de emisiones locales y cómo pueden usar ese dato para la planificación. Esto puede limitar los usos de la predicción específica, pero tiene otra ventaja, dice Tim Reardon, director de Servicios de Datos del MAPC. “Lo valioso de tener una herramienta adaptada de manera local es que permite obtener la credibilidad y la aceptación de las partes interesadas a nivel local”, explicó Reardon en la conferencia CSP. También dijo que, si bien los datos generales que no aplican a una comunidad en particular pueden generar cierto desinterés, los datos locales bajan la crisis climática mundial a la realidad y facilitan la conversación sobre lo que debe suceder a nivel local para garantizar un futuro resiliente.

A menudo, en los debates sobre la planificación de escenarios de gases de efecto invernadero, “hay cierta sensación de que esto es demasiado complejo incluso para pensar en ello”, concuerda León. La herramienta web simple del Consejo tiene como objetivo contradecir ese argumento. Está diseñada para mostrar en forma gráfica y sencilla los diferentes niveles de emisiones que se obtendrían si se adoptaran diversas tácticas específicas, y compararlos con el escenario futuro si se mantiene la situación actual.

Un beneficio de contar con una herramienta tan asequible, agrega Ramaswami, es que fomenta una participación más amplia y “permite que surjan más oportunidades de creatividad”. De hecho, dice que el proyecto de Twin Cities tuvo un efecto similar en sus socios académicos: “Se necesitan un tipo de mentalidad científica y un grupo de investigación diferentes” para trabajar directamente con municipalidades y responder a opciones de políticas reales. Cuando la herramienta esté disponible, también se publicará la investigación académica relacionada que realizaron Ramaswami y el resto de los socios académicos del grupo.

León sabe que la aplicación tendrá sus limitaciones y que, en última instancia, las políticas internacionales y federales de mayor alcance tendrán un mayor impacto total que cualquier iniciativa local, pero cualquier cosa que impulse la participación es importante, agrega. La aplicación web está diseñada para alentar a las municipalidades de todos los tamaños a interactuar con los cálculos y los números que recopiló el equipo del proyecto, lo que significa que no tendrán que cargar sus propios datos. “Es muy fácil”, dice León, “y no hay excusa válida para que no la usen”.

 


 

Rob Walker es periodista; escribe sobre diseño, tecnología y otros temas. Es el autor de The Art of Noticing. Publica un boletín en robwalker.substack.com

Fotografía: En Minneapolis, el metro ligero es una opción de transporte neutro en carbono. Las agencias de planificación regional en Twin Cities y el área metropolitana de Boston ayudan a los dirigentes municipales a acceder a datos sobre las emisiones de carbono y comprenderlos. Crédito: Wiskerke vía Alamy Stock Photo.

Mensaje del presidente

Cómo combatir la especulación sobre el suelo
Por George W. McCarthy, July 14, 2022

 

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El caos climático afecta a personas en todo el mundo, incluidos los Estados Unidos, y ya es hora de que se haga algo al respecto. Para evitar los impactos más catastróficos de esta crisis mundial, debemos neutralizar las emisiones para el 2050, lo que implica invertir en energía limpia, usar transporte eléctrico, mejorar la eficiencia energética de los edificios y eliminar los gases de efecto invernadero de la atmósfera.

Para neutralizar las emisiones, se deberán lograr cambios sin precedentes en cuanto al uso del suelo y realizar inversiones de la misma magnitud. Por ejemplo, el Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT, por su sigla en inglés) calcula que se necesitan 3.237.485 hectáreas de suelo para satisfacer las demandas energéticas de 2050 de los Estados Unidos con energía fotovoltaica; es decir, solo tres veces el área de todos los campos de golf del país, 40 por ciento del área total de los techos o 16 por ciento del área que cubren las carreteras principales. Si bien no planeamos cubrir todas las necesidades energéticas de esta manera, estas comparaciones brindan la oportunidad de medir el desafío y ajustar nuestras expectativas respecto de si podemos superarlo o no. Y podemos.

En cuanto a cómo lo pagaremos, hace poco, la consultora internacional McKinsey estimó que neutralizar las emisiones costaría US$ 275 billones (casi tres veces el PIB mundial) de inversiones públicas y privadas en nuevos sistemas de energía y uso del suelo durante las próximas tres décadas, lo que equivale a US$ 3,5 billones anuales más que el gasto actual. A modo de comparación, a valores actuales, se gastaron US$ 500.000 millones en seis décadas para construir el Sistema Interestatal de Autopistas de los EE.UU., casi US$ 180.000 millones para reconstruir los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) en las dos décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, US$ 675.000 millones para financiar el New Deal (Nuevo Trato) en la década de 1930 y US$ 850.000 millones en la Ley de Reinversión y Recuperación de los Estados Unidos durante la década posterior a 2009. En otras palabras, las inversiones anuales adicionales superarán el total de estas gestiones, que solo fueron posibles una vez en la vida y que tomaron una década o más en completarse, cada una de ellas. Sin embargo, a diferencia de estos proyectos, este esfuerzo requiere contribuciones privadas significativas para apoyar una inversión pública sin precedentes.

Cuando nos topamos con desafíos financieros inabordables, como la inversión en infraestructura necesaria para servir a 2.000 millones de habitantes urbanos nuevos en las próximas tres décadas, siempre respondo con las mismas cinco palabras: la respuesta es el suelo. Desde nuestra creación hace más de 75 años, el Instituto Lincoln se centra en cómo el suelo obtiene su valor. En los últimos años, notamos un aumento exponencial del interés en el potencial que ofrece la recuperación de plusvalías, la recuperación pública de la fracción del valor del suelo correspondiente a acciones públicas. Lugares tan diversos como Seúl (Corea) y San Pablo (Brasil) han demostrado cómo la recuperación de plusvalías puede pagar necesidades de infraestructura esenciales pero que parecen imposibles de lograr. Sabemos que invertir en la descarbonización puede aumentar el valor del suelo y que esto le permite al público recuperar una fracción de este valor para pagar la inversión.

Si bien el sector público se esfuerza por recuperar su legítima porción sobre las plusvalías generadas de manera pública, los propietarios privados obtienen beneficios mayores mediante el arbitraje de información, algo que sin dudas ejerce más poder en el momento de determinar el valor del suelo. Cómo los gestores de políticas responden a la conexión entre la información y el valor del suelo, si es que lo hacen, afectará en gran medida cuánto costará neutralizar las emisiones de carbono para 2050 y cómo lo pagaremos. Esto nos lleva a una herramienta de financiamiento con base en el suelo un poco diferente que demostró ser eficaz para contrarrestar la especulación del suelo y que podría ser más rentable que la recuperación de plusvalías generadas de manera pública: el impuesto sobre la plusvalía (LVIT, por su sigla en inglés). Antes de que entremos en detalles sobre esta herramienta, centrémonos en el problema que debe abordar.

La información se encuentra en el centro de la recuperación de plusvalías privada, que suele llamarse especulación al descubierto, y lleva siglos financiando el desarrollo del suelo. Todos saben que los tres determinantes principales del valor del suelo son la ubicación, la ubicación y la ubicación. La información más relevante de la especulación sobre el suelo es el conocimiento detallado sobre lo que ocurrirá en ubicaciones específicas. En la década de 1960, Walt Disney Company usó empresas fantasma para comprar en secreto 10.926 hectáreas de humedales en el centro de Florida, a un costo promedio de US$ 200 por media hectárea, a fin de construir Walt Disney World Resort. Disney solo necesitaba 4.046 hectáreas para el desarrollo, pero sabía que la noticia de su inversión aumentaría los precios del suelo en toda la región. La empresa mantuvo en secreto sus intenciones para recuperar las plusvalías para sí, mientras negociaba con el estado de Florida el control privado sin precedentes del desarrollo en su suelo. Este acuerdo ahora está en riesgo por los conflictos políticos con el estado. Cuando se anunció el futuro desarrollo, el mismo suelo pasó a valer US$ 80.000 por media hectárea, un beneficio inesperado de más de US$ 2.000 millones por una inversión de apenas un poco más de US$ 5 millones. Disney arrendó el suelo adicional a fin de cubrir los costos de expandir las atracciones que incluyeron el parque temático Epcot, entre otras cosas.

La crisis climática y la posibilidad de extinciones en masa abrieron un nuevo frente en la especulación sobre el suelo. Informes como El cambio climático y la tierra del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático, que documenta laboriosamente los efectos positivos y negativos del clima sobre el suelo en todo el mundo, son como un dulce para los inversionistas que buscan adquirir suelo que se beneficiará gracias al cambio climático. El suelo que tiene el privilegio de contar con recursos escasos, como el agua; terrenos más altos para aquellos que escapan de la subida del nivel del mar o hábitats críticos que son el objetivo de esfuerzos de conservación son los blancos principales de los especuladores. Irónicamente, los defensores del medioambiente fomentan, sin querer, la especulación, ya que generan estadísticas detalladas para guiar los esfuerzos de conservación o generar la voluntad política de fomentar la resiliencia ante el cambio climático que los inversionistas privados usan para su beneficio.

Dejando de lado las cuestiones éticas por un momento, las implicaciones prácticas de la especulación sobre el suelo son devastadoras. Conservar el suelo para abordar la crisis climática o las extinciones en masa ya es una propuesta costosa. Como dijo Christoph Nolte, un científico de datos socio-medioambientales de la Universidad de Boston, la Ley de Espacios Abiertos de los Estados Unidos (Great American Outdoors Act) de 2020 de US$ 4.500 millones estaba diseñada para brindar fondos suficientes, a fin de proteger el hábitat de todas las especies en peligro de extinción en los Estados Unidos. Según sus cálculos, los fondos solo protegerán al cinco por ciento del suelo necesario porque el valor del suelo ya es muy superior a lo estimado.

Cada dólar que ganan los especuladores del suelo representa un dólar más de inversión pública, privada y filantrópica que se necesitará para proteger el hábitat crítico o mitigar la crisis climática. Si los gestores de políticas tienen intenciones reales de mitigar el cambio climático o conservar el suelo y los recursos hídricos, no pueden permitir que los inversionistas privados estén 10 pasos más adelante que el público.

Hay una forma sencilla de evitar los astronómicos beneficios inesperados de la especulación sobre el suelo. Entre los muchos instrumentos eficaces sobre políticas de suelo que estudiamos, el LVIT (una herramienta conocida y probada) es la mejor solución para minimizar la especulación sobre el suelo. El LVIT, un impuesto sobre las ganancias obtenidas mediante el valor del suelo, se aplicó a tasas tan altas como el 90 por ciento en lugares como Taiwán, donde el impuesto ahora varía del 40 al 60 por ciento. La renta que genera el LVIT puede invertirse en la resiliencia ante el cambio climático o la protección del hábitat, lo que garantiza que estas plusvalías se usen para el beneficio público. Otras políticas de suelo, como las limitaciones a la propiedad extranjera del suelo que minimiza la especulación internacional, son buenos complementos del LVIT.

Para mitigar la crisis climática y evitar la extinción en masa, se requerirán cambios sin precedentes en el uso del suelo en todo el mundo. En números anteriores, comenté los esfuerzos ambiciosos para proteger el 30 por ciento del suelo y los recursos hídricos de la Tierra para 2030, y la mitad para 2050. También debemos transformar el paisaje en pos de las especies que migran por cuestiones climáticas y la producción de energía renovable. Sin medidas proactivas que minimicen el impacto de la especulación privada sobre el suelo, destruiremos las buenas intenciones públicas y vaciaremos las arcas filantrópicas antes de que podamos avanzar en la reducción del calentamiento global o la protección de las especies, incluido el homo sapiens. Ya resulta extremadamente difícil generar la voluntad política para abordar las amenazas existentes. ¿Por qué actuaríamos descuidadamente para permitir que otros aumenten el costo de nuestros esfuerzos para su propio beneficio privado? Ya sabemos que la solución para reducir la especulación sobre el suelo es un LVIT agresivo. ¿Tendremos la valentía necesaria para usarlo?

 


 

Una primera versión de este artículo se publicó en la revista Public Finance, la revista del Chartered Institute of Public Finance and Accountancy (CIPFA) con base en Londres.

Fotografía: En Hsinchu y otras ciudades de Taiwán, se utilizó el impuesto sobre la plusvalía o LVIT para contrarrestar la especulación con respecto al suelo. Crédito: Sean Pavone vía iStock/Getty Images Plus.

Freetown

Mayor’s Desk: Cultivating Climate Resilience in Sierra Leone

By Anthony Flint, November 10, 2022

Mayor Yvonne Denise Aki-Sawyerr took office in Freetown, Sierra Leone, in May 2018, after serving as head of the Freetown City Council. A finance professional with over 25 years of experience in the public and private sectors, she had previously been involved with the campaign against blood diamonds and was instrumental in the response to the Ebola crisis in 2014. She has delivered two TED talks, about turning dissatisfaction into action and the capital city’s initiative to plant a million trees, and was named to the Time 100 Next list of emerging leaders and the BBC’s 100 Women list.

A leader in the C40 Cities global network, Aki-Sawyerr launched the Transform Freetown planning initiative and appointed Africa’s first chief heat officer, to confront the impacts of climate change. She holds degrees from the London School of Economics and Freetown’s Fourah Bay College, and is married with two children. She spoke with Senior Fellow Anthony Flint in the fall. Their conversation has been edited for length and clarity.

Anthony Flint: Could you talk about the Transform Freetown initiative as a planning and action framework, and your assessment of its progress?

Yvonne Aki-Sawyerr: I ran for office in 2018, motivated by concerns around the environment and sanitation. My campaign message, “for community, for progress, for Freetown,” translated into Transform Freetown. It focuses on four categories: resilience, human development, healthy city, and urban mobility.

Resilience includes environmental management; it also includes urban planning, because you cannot separate the two, and revenue organization, because sustainability will only come from the city’s ability to sustain and generate revenue itself. The healthy city cluster includes sanitation, which goes very closely with environmental management for Freetown and many African cities. If you think about climate change, our teeny-weeny contribution to climate change, a lot of it actually comes from methane, from open dumping, but it also has huge health implications. So in the healthy city category was sanitation, health, and water.

What we did was, having come into office with those high-level areas of concern, we had 322 focus groups with about 15,000 residents to get their views on affordability, accessibility, and availability of services across those sectors. We invited the public sector, private sector, and the international community via development partners and NGOs to participate in roundtable discussions.

Out of that process came 19 specific, measurable targets that we’re working toward under Transform Freetown. We report against them every year back to the city, back to our residents. It really has been a way of introducing greater accountability, of holding our own feet to the fire, and it’s very much community owned and community driven.

AF: Among all the climate threats the city faces, you appointed a chief heat officer. Why was a chief heat officer necessary and what have been the results thus far?

YA: I’m asked often, how do you get ordinary people interested in climate change? In our case it’s not hard, because the consequences of climate change are intensely felt in our parts of the world. We suffer greatly from flooding and landslides, hence my concern with the environment and being able to mitigate those impacts.

The [Atlantic Council’s Adrienne Arsht-Rockefeller Foundation Resilience Center] really got us thinking about the fact that there are more deaths from extreme heat than there are from the more visible and tangible disasters like the floods and landslides. Extreme heat, particularly where water is in short supply, is a major impact of the warming climate.

In our case, the vulnerable are mainly those living in informal settlements. That’s 35 percent of our city’s population, and in those informal settlements, the housing structures are typically made from corrugated iron. With increased temperatures, you’re effectively living in an oven. The other aspect of that is we have an informal economy. Around 60 percent of women in our city are involved in trading. Most of our markets are outdoors, so you’re sitting in the sun all day long. Doing that under the intense heat means that [other] negative health consequences are exacerbated.

With the chief heat officer, we now are going to be able to embark on some research, collecting data to identify the heat islands; anecdotally, we have a sense of where those are, mainly in the informal settlements, but potentially also in the middle of the city. We need to be able to make arguments to challenge what’s going on with the lack of building permits, and land use planning being devolved to the city, and the massive deforestation that continues unabated.

The chief heat officer has worked with market women and gotten funding from Arsht-Rock to install market shade covers in three of our open markets. It’s great to see the enthusiasm of the women and them saying, “Are we going to get this all the way along the market? We can see where it’s starting, where it stops, but we need it too.”

Newly installed shades in the markets of Freetown, Sierra Leone, help residents cope with extreme heat. Credit: Courtesy photo.

AF: What are your hopes for other climate mitigation projects, including the initiative to plant a million trees? How did that come about, and how is it going?

YA: Well, it came about because there’s an appreciation that we were losing our vegetation and that [worsens] the effect of extreme weather events, [as when heavy rains led to massive mudslides in 2017]. The lack of forestation is a major part of that. The goal is to increase vegetation cover by 50 percent.

Planting the million trees is the long-term plan, but in the meantime, you still have the runoff from the mountains filling the drains with silt. Our annual flood mitigation work identifies the worst of these areas and clears the silt so that when the rains come, the water can still flow. On a smaller scale, we’ve also been able to build something like 2,000 meters of drainage in smaller communities. Beyond that, we’ve invested heavily in disaster management training and capacity building.

The thing about climate change impacts is they are really pervasive. If people are experiencing crop failure outside of Freetown, it will eventually drive a rural-urban migration because they’re unable to sustain their livelihoods and they’re going to come to the city looking for some means of making a living.

That pressure of population growth in the city is something else that we have to deal with—whether it’s introducing the cable car to improve transportation and reduce greenhouse gas emissions [or encouraging] the government to devolve land use planning and building permit functions so that we can actually introduce land management actions, which save life and save property but also protect the environment and prevent people from building properties in waterways and streams and canals, which currently happens. All of this is made worse by not using legislation and urban management tools such as land use planning and building permitting in a constructive manner.

AF: Could you describe Freetown’s property tax reform efforts, and the outcomes you’ve seen, in the overall context of municipal fiscal health?

YA: We worked on this property tax reform moving from 37,000 properties in the database of a city that’s a capital city with at least 1.2 to 1.5 million people—37,000 properties. When I came in, it was clear that that was not reflective of reality, but also the manual system that they operated, literally with a ledger book, was not really fit for purpose in the 21st century.

One of our 19 targets is to increase property tax income fivefold. To go about doing that, we secured funding and partnerships to digitize. We changed from an area-based system to a point-based system. We worked on that by taking a satellite image of the entire city and building an algorithm to give weightings to features [like roofs, windows, and location], then comparing that against a database of 3,000 properties whose values were determined by real charter surveyors. We got the old-type assessment done. We were able to identify outliers and refine the model and eventually build a model which we now use as our property base.

Through that process, we moved from 37,000 properties to over 120,000 properties. That meant we were able to meet our target of increasing our property tax revenue from [$425,000 to over $2 million]. That in itself is the pathway to sustainability and being able to invest.

A big part of fiscal health is that sustainability, but . . . unfortunately, the Ministry of Local Government [halted collections while developing national tax reform guidelines]. We were without revenue for about a year. We have started re-collecting, but as you can imagine, compliance levels will take a long time to recover.

AF: Where do you find inspiration in the face of so many challenges?

YA: From the fact that we have been able to make a difference in the lives of Freetonians. We’ve been able to test and to see how much can be achieved if one is given the space to do so. We know that so much is possible and so we keep going.


Anthony Flint is a senior fellow at the Lincoln Institute, host of the Land Matters podcast, and a contributing editor to Land Lines.

Lead image: Mayor Yvonne Aki-Sawyerr. Credit: Courtesy photo.

Desplazados

A medida que la crisis climática obliga a los habitantes de los EE.UU. a reubicarse, surge una nueva conversación
Por Alexandra Tempus, July 14, 2022

 

A pesar de que la espera, Frances Acuña filtra mi llamada. “Me llaman muchas personas que quieren comprar mi casa”, explica cuando me devuelve la llamada. “A veces recibo cinco cartas por correo y hasta 10 llamadas”.  

El barrio Dove Springs en el sureste de Austin, Texas, donde Acuña lleva 25 años viviendo, se encuentra a 15 minutos del centro y en el límite de la última ola de aburguesamiento. Hace una década, dice, aquellos que no eran locales no querían involucrarse con la comunidad trabajadora de las casas de campo modestas: “Para ellos era una especie de gueto”.

En 2013, el arroyo Onion Creek desbordó, tras recibir casi 255 milímetros de lluvia en un solo día, e inundó las calles. Murieron cinco habitantes y se inundaron más de 500 viviendas. Dos años más tarde, se produjo otra inundación histórica. La ciudad de Austin, que ya había comenzado a comprar y demoler las viviendas de esta área baja con la ayuda de préstamos federales, aceleró sus esfuerzos y logró adquirir y demoler más de 800 casas.

Las propiedades adquiridas mediante programas de compra de viviendas financiados por la Agencia Federal para el Manejo de Emergencias (FEMA, por su sigla en inglés) deben permanecer “abiertas a perpetuidad”, para permitir que se inunden de manera segura en el futuro. En este caso, la ciudad transformó cientos de hectáreas de suelo abandonadas cerca de Dove Springs en un parque. Ahora, la zona cuenta con instalaciones atractivas: un área de recreación, un parque para perros, senderos y áreas con sombra para relajarse. Estas mejoras urbanas, impulsadas explícitamente por políticas de adaptación climáticas, hicieron que el área sea incluso más atractiva para los nuevos habitantes recién llegados (con un promedio de 180 recién llegados por día en 2020, Austin se encuentra entre las áreas metropolitanas de crecimiento más rápido del país).

Sin embargo, para Acuña el parque es un recordatorio doloroso de los vecinos que sufrieron pérdidas y de que incluso los esfuerzos bienintencionados de poner a salvo a las personas pueden causar daño. “Para mí no es un lugar alegre”, dice Acuña. “Quizás [los recién llegados] no lo saben porque solo ven un espacio verde”.

A medida que aumenta la magnitud de las inundaciones, los incendios, los huracanes y otras catástrofes naturales por el cambio climático, los expertos del Consejo para la Defensa de Recursos Naturales (NRDC, por su sigla en inglés) de la Oficina de Responsabilidad Gubernamental de los EE.UU. recomiendan enfáticamente que las municipalidades retiren las viviendas y la infraestructura de las zonas propensas a riesgos, a fin de ahorrar dinero y salvar vidas. Pero ¿cómo puede producirse la reubicación por el clima de forma que evite el aburguesamiento y el desplazamiento, honre la cultura y la historia de los habitantes originales, fomente el cambio de la planificación reactiva a la proactiva y garantice que aquellos que deben reubicarse puedan encontrar lugares seguros y asequibles para vivir?

Estas son las preguntas que Acuña y una creciente red de dirigentes, planificadores, investigadores, funcionarios de agencias y gestores de políticas locales buscan responder como parte de Climigration Network.

Fundada en 2016 por el Consensus Building Institute, Climigration Network busca posicionarse como la fuente central de información y apoyo para las comunidades de los EE.UU. que deben reubicarse o que lo están considerando debido a los riesgos climáticos. Más del 40 por ciento de los habitantes de los EE.UU., alrededor de 132 millones de personas, viven en un condado que padeció alguna condición climática extrema en 2021 (Kaplan y Tran, 2022). El crecimiento poblacional en las áreas propensas a incendios forestales se duplicó entre 1990 y 2010, y continúa creciendo. La FEMA dice que hay 13 millones de estadounidenses viviendo en zonas inundables para un período de retorno de 100 años (uno por ciento de probabilidad anual), mientras que al menos un estudio destacado indica que son 41 millones (Wing et al., 2018). 

Las Naciones Unidas, el Banco Mundial y los académicos admiten que la mayoría de las migraciones climáticas se producen dentro de los límites nacionales, no hacia afuera. Pero en los Estados Unidos, la conversación sobre los sistemas necesarios para apoyar la migración climática fluye lentamente, incluso a pesar de que el cambio climático redobla su impacto en las riberas, las costas y otras regiones vulnerables. Un informe publicado el año pasado por la Casa Blanca sobre el tema marcó, según su propio cálculo, “la primera vez que el gobierno de los EE.UU. informa oficialmente la relación entre el cambio climático y la migración” (Casa Blanca 2021). 

Map of the 20 billion-dollar weather and climate disasters that impacted the United States in 2021. Credit: NOAA National Centers for Environmental Information (NCEI).

En la actualidad, la mayoría de las reubicaciones relacionadas con el clima en los Estados Unidos se producen del mismo modo que sucedió en Dove Springs. Luego de una catástrofe natural, se envía dinero federal para la recuperación, por lo general mediante la FEMA o el Departamento de Vivienda y Desarrollo Urbano de los Estados Unidos, a los estados y las municipalidades para comprar las viviendas dañadas. Los propietarios particulares le venden sus viviendas al gobierno al valor del mercado previo a la catástrofe natural y se mudan a otro sitio. Según el NRDC, la FEMA financió más de 40.000 compras en 49 estados desde la década de 1980.

Sin embargo, a pesar de los programas federales de compra establecidos hace décadas, no existe un conjunto de buenas prácticas o estándares oficiales. El tiempo promedio de compra es de cinco años. Mientras tanto, los costos de los arreglos y las viviendas temporales se acumulan. La orientación para los propietarios sobre cómo transitar el proceso de compra es confusa o casi inexistente, y las políticas y el financiamiento de la reubicación se centran en los casos particulares, no en los barrios o las comunidades que quieren permanecer juntas.  

A nivel local, las comunidades que evalúan la reubicación se enfrentan a varias barreras sociales y financieras. Las municipalidades no suelen fomentar la reubicación porque no quieren perder a la población ni la renta de los impuestos. Los habitantes, en especial aquellos que se enfrentan a una crisis, no suelen tener la capacidad y los recursos para encontrar un nuevo lugar seguro donde vivir, incluso aunque estén dispuestos a trasladarse.

A pesar de esos obstáculos, algunos pueblos pequeños diseñaron barrios nuevos e incluso pueblos nuevos a los que trasladarse. En la década de 1970, un par de pueblos del centro de los EE.UU. (Niobrara, Nebraska y Soldiers Grove, Wisonsin) iniciaron algunos de los primeros proyectos de reubicación de comunidades. En la década de 1990, Pattonsburg, Missouri y Valmeyer, Illinois, entre otros, se reubicaron a tierras más altas tras la Gran Inundación de 1993 sobre el río Misisipi. A medida que aumenta el impacto climático, los pueblos y los barrios, desde Carolina del Norte y del Sur hasta Alaska, desarrollan planes similares. Sin embargo, es poco frecuente que se compartan los conocimientos o que haya una coordinación que podría ayudar a las comunidades a ajustar o incluso rediseñar el proceso.

Climigration Network, en conjunto con el Instituto Lincoln y otros, conecta las comunidades afectadas por el clima entre sí y con profesionales que pueden ayudar. Una de las preocupaciones iniciales era cómo presentar el concepto de “retirada controlada” como opción de adaptación para las comunidades que se enfrentan a un riesgo importante. El término, pensado para referirse a movimientos estratégicos hacia fuera de las áreas propensas a catástrofes naturales, se volvió común en los debates sobre políticas que se produjeron tras huracanes y grandes inundaciones en la década pasada. ¿La ciudad de Nueva York debería analizar una retirada controlada de su costa, en lugar de invertir en paredes costosas y posiblemente ineficaces, tras el huracán Sandy? ¿Debería hacerlo Houston tras el huracán Harvey? Los gestores de políticas, los planificadores y los investigadores debatieron estas preguntas en profundidad, muchas veces sin la participación de las comunidades afectadas, que consideraron el término y el concepto alienantes.

Cuando Climigration Network comenzó su trabajo, en seguida quedó en evidencia que se necesitaba un tipo diferente de conversación, dice la directora Kristin Marcell. Con financiamiento de la fundación Doris Duke Charitable Foundation, la red creó un equipo creativo liderado por personas de color y originarios de pueblos indígenas; los miembros del equipo provienen de comunidades afectadas por la crisis climática. El equipo, dirigido por Scott Shigeoka y Mychal Estrada, propuso rediseñar el debate sobre el problema actual que enfrentan los pueblos y los barrios que deberían reubicarse.

Los dirigentes del proyecto invitaron a más de 40 dirigentes de primera línea para que compartan sus experiencias tras una catástrofe natural, y la red los compensó por ese trabajo. El resultado fue un conjunto de datos sobre el mundo real que ahora están recopilados en una guía sobre la reubicación climática.

Una conclusión clara es que, cuando se trata de la “retirada controlada”, hay más cuestiones involucradas que solo la mala publicidad. Los dirigentes de las comunidades les explicaron a los investigadores que la palabra “controlada” resuena a paternalismo y programas gubernamentales jerárquicos. En las comunidades de color, trae recuerdos no muy lejanos del desplazamiento forzoso: el comercio de esclavos, el Sendero de las Lágrimas, los campos de reclusión y prácticas discriminatorias. El concepto de “retirada” dejó muchas preguntas sin responder.

“Crea una idea negativa de que las personas están huyendo de algo, en lugar de trabajar para lograr un objetivo”, escribieron los investigadores en la guía. “La palabra comunica qué se debería hacer, pero no adónde ir o cómo hacerlo” (Climigration Network 2021). 

Ahora, Climigration Network aprovecha esa información en conversaciones con tres organizaciones comunitarias en el medio oeste, la costa del golfo de los EE.UU. y el Caribe que apoyan a los habitantes locales que analizan estrategias de adaptación, incluida la reubicación. Entre los socios que participan en estas conversaciones, se encuentran Anthropocene Alliance, una coalición de sobrevivientes de inundaciones y otras catástrofe naturales en los Estados Unidos, y Buy-In Community Planning, una organización sin fines de lucro que busca mejorar los procesos de compra de viviendas.

Los miembros de Climigration Network comenzaron a usar alternativas más inspiradoras a “retirada controlada”, incluidas “reubicación organizada por la comunidad” y “reubicación con apoyo”. Pero el objetivo no es encontrar un solo término nuevo o crear un plan estructurado que pueda adoptarse de forma universal. Como dice Marcell, puede ser “muy ofensivo” cuando personas externas se acercan a las comunidades con solo modelos y plantillas.

“No podemos ganarnos la confianza de una comunidad si no se empieza con una conversación abierta sobre cómo abordar el problema, porque [cada] contexto es único”, dice.

En cambio, la red busca cocrear con cada una de las organizaciones un método para identificar las necesidades y los objetivos específicos de cada lugar. Eso implica identificar y entrevistar a personas influyentes de la comunidad y, con la ayuda de Buy-In Community Planning, desarrollar preguntas para una encuesta puerta a puerta.

“Hay todavía mucho trabajo por hacer en la interacción y orientación individual con las personas que están en las peores situaciones del cambio climático”, dice Osamu Kumasaka de Buy-In Community Planning. Llegó a esta conclusión mientras trabajaba como mediador en el Consensus Building Institute en Piermont, Nueva York, en 2017. El pueblo ubicado sobre el río Hudson sufría el comienzo de lo que sería una inundación crónica: agua en los sótanos, patios traseros inundados, habitantes chapoteando en las calles de camino al trabajo. Piermont, un pueblo pequeño y rico con su propio comité de resiliencia ante inundaciones y acceso a datos de primer nivel sobre el riesgo de inundaciones, se vio invadido por la incertidumbre en cuanto a cómo proseguir.

“Nos costó definir cómo incluir todo el trabajo que debía hacerse con estos propietarios en reuniones públicas”, dice Kumasaka. Cada hogar tenía factores muy específicos que influenciaban la decisión de quedarse o irse: personas mayores con necesidades especiales, hijos a punto de terminar la secundaria, planes de jubilarse. Según Kumasaka, organizar encuestas, pequeños debates y evaluaciones de riesgos personalizadas fue un enfoque más eficaz para ayudar a la comunidad a entender mejor dónde estaba parada y cuáles eran sus objetivos.

En resumen, se espera que este tipo de trabajo ayude a determinar una estrategia comunitaria, desde identificar la tolerancia a riesgos hasta enviar una solicitud a un programa de compra. La red y sus socios esperan que este enfoque altamente personalizable ayude a las comunidades a superar las dificultades que otros ignoran.

Tal como hizo Climigration Network cuando recopiló información de los dirigentes de primera línea para su guía, Buy-In Community Planning compensa a los miembros de las tres organizaciones comunitarias por su tiempo y la información que brindan. Un elemento clave del proceso es ayudar a invertir una dinámica en la que las personas externas realizan una investigación general y brindan experiencia a una de colaboración real en la que se les paga a los habitantes locales y a los profesionales para lograr un objetivo en común.

La reubicación es un tema espinoso en las comunidades de ingresos bajos y mayoritariamente de color porque, históricamente, los habitantes no recibieron la misma protección contra las inundaciones que aquellos en áreas de mayores ingresos. En debates sobre la compra de viviendas, como indica Kumasaka, suele haber una “sensación de que no es justo pasar directamente a la reubicación”.

Es un argumento válido y representa un círculo vicioso. En 2020, el Consejo Asesor Nacional (NAC, por su sigla en inglés) de la FEMA respaldó los resultados de una investigación en la que se indicaba que “cuanto más dinero de la Agencia Federal para el Manejo de Emergencias recibe un condado, más aumenta la riqueza de los blancos y más disminuye la de las personas de color; lo demás se mantiene igual”. Dado que el financiamiento suele destinarse a las comunidades más grandes y mejor posicionadas para igualar y aceptar esos recursos, “las comunidades con menos recursos e ingresos no pueden acceder al financiamiento adecuado que les permitiría prepararse para una catástrofe natural, lo que desemboca en una respuesta y recuperación insuficientes, y pocas oportunidades de migrar. Durante todo el ciclo de catástrofes naturales, las comunidades que no recibieron apoyo no cuentan con recursos suficientes, por lo que sufren innecesaria e injustamente” (NAC de la FEMA, 2020).

El concepto de reubicación voluntaria está plagado de tensión, y los tres socios comunitarios de Climigration Network prefirieron que no se los entreviste ni identifique en este artículo. Hay mucho en juego a medida que la crisis internacional se hace presente a nivel local, y la participación dedicada puede hacer la diferencia entre mantener unida a una comunidad o no.

Con su enfoque en la opinión de la comunidad, un proyecto como este podría marcar un cambio radical en cómo los Estados Unidos abordan la migración climática, dice Harriet Festing, directora ejecutiva de Anthropocene Alliance. Festing, que ayudó a Climigration Network aestablecer relaciones con las tres organizaciones comunitarias que forman parte de la red de Anthropocene Alliance, destaca el tema que surge de este trabajo: “En realidad, las únicas personas que pueden cambiar la conversación [son] las víctimas del cambio climático”.

En Austin, Texas, Frances Acuña trabaja como organizadora en Go Austin/Vamos Austin (GAVA), una coalición de habitantes y dirigentes comunitarios que buscan apoyar una vida saludable y estabilidad barrial en Eastern Crescent, que incluye Dove Springs, en Austin. Una de sus funciones es ayudar a los vecinos a prepararse mejor para las catástrofes naturales de a poco, por ejemplo, mediante la contratación de un seguro contra inundaciones, charlas con los agentes de las aseguradoras y conocimiento de las rutas de evacuación. Juntó las pertenencias empapadas de los propietarios desplazados por las inundaciones, invitó a funcionarios de la ciudad a reunirse con los residentes locales en su sala de estar y analizó situaciones de emergencia, como cuando una pareja mayor que tuvo que evacuar tras una inundación se encontró con tres perros, dos gatos y sin lugar adonde ir. 

“Solían gustarme las tormentas con rayos, relámpagos y lluvia torrencial. Era como ver a Dios”, dice Acuña. Sin embargo, admite que ahora mira nerviosamente por la ventana al poco tiempo de que empieza una tormenta. 

El programa de compra de Austin en su área brinda ayuda de reubicación a los propietarios, que tuvieron la oportunidad de rechazar u oponerse a las ofertas de compra que recibieron. Muchos no querían marcharse y protestaron sin éxito para que la ciudad implemente soluciones, como un muro de contención contra inundaciones o la limpieza del canal. 

A pesar de las inundaciones cercanas y las llamadas y cartas que recibe de agentes y emprendedores inmobiliarios, Acuña no planea abandonar su vivienda en el futuro inmediato. Dice que participar en conversaciones de Climigration Network con otros dirigentes locales que guían a sus comunidades en inundaciones, incendios y sequías la ayudó mucho: “Al menos para mí, fue un proceso muy terapéutico”. 

Además de la guía, la información que brindaron esos dirigentes de primera línea (provenientes de 10 comunidades de color y latinas de bajos recursos desde Misisipi hasta Nebraska y Washington) derivó en una declaración que reconoce “la gran migración climática de los Estados Unidos” y que exige la creación de una agencia de migración climática que “ayude a planificar, facilite y apoye la migración en los Estados Unidos”. 

Muchas de las sugerencias del grupo, la mayoría de las cuales apuntan directamente a funcionarios gubernamentales, pueden ponerse en práctica de manera fácil, casi automática: brindar información clara. Se debe optimizar el proceso de compra de viviendas de la FEMA a fin de que los propietarios no tengan que esperar cinco años para recibir el dinero. Se deben reducir los requisitos para el otorgamiento local de préstamos federales en las comunidades pequeñas y con pocos recursos. 

Otra recomendación es abordar el contexto más amplio de la desigualdad racial y aceptar que se demostró que los programas de la FEMA benefician más a los propietarios ricos.

“Aquí la gente vive en tiendas de campaña”, dice un testigo en la declaración. “Miles aún no tienen vivienda desde las tormentas. Me frustra porque sé que el gobierno tiene el dinero y la capacidad de ayudarnos. La única razón por la que no podemos recibir los servicios que necesitamos es el código postal”.

Esta declaración presiona a las autoridades para que apoyen los planes que les permiten a las comunidades unidas reubicarse juntas, en lugar de separar a los propietarios.

Es una opción que Terri Straka de Carolina del Sur apreciaría. Como Acuña, es una dirigente activa en su comunidad que participó en conversaciones de Climigration Network y se unió al pedido de una oficina de migración climática nueva. Vive en Rosewood Estates, un barrio de trabajadores en Socastee, Carolina del Sur, sobre el Canal Intracostero del Atlántico, a las afueras de Myrtle Beach, desde hace casi 30 años. Durante mucho tiempo, las inundaciones no fueron un problema, pero eso cambió recientemente: en 2016, el condado de Straka se vio afectado por al menos 10 huracanes y tormentas tropicales. Los pagos nacionales promedio de los seguros contra inundaciones en esa zona quintuplicaron su valor en menos de una década, desde un poco menos de US$ 14.000 hasta US$ 70.000. En la inundación más reciente, la casa de campo de 120 metros cuadrados de Straka recibió 1,2 metros de agua que tardó dos semanas en desagotarse.

“No es fabulosa, pero es mi hogar”, dice Straka. “Crie a todos mis hijos aquí. Conozco a todos”. Sus padres viven en el barrio. Los adolescentes locales aprovechan las calles para aprender a conducir. “Vi a tantos niños crecer”.

Hoy en día, dice, “me llaman Terri Jean, la reina de Rosewood”. Es un nombre que se ganó tras las inundaciones del barrio, ya que representó a sus vecinos en visitas a las oficinas de vivienda del condado y la FEMA local, llamó por teléfono a funcionarios de recuperación estatales y organizó protestas en reuniones del consejo del condado. Muchos de los vecinos se habrían mudado después de las primeras inundaciones si hubiesen podido, dice Straka. Ella y otros presionaron para obtener un programa de compra, pero las ofertas con financiación federal eran muy bajas para cuando llegaron en 2021. Los miembros de la comunidad siguen presionando para obtener ofertas mejores. Muchos de sus vecinos proveen servicios en el pujante sector turístico de Myrtle Beach. Otros se jubilaron con un ingreso fijo. Muchos ya habían destinado dinero a las reparaciones de sus viviendas. Para otros, el dinero de la compra solo pagaría la hipoteca actual, por lo que no cubriría el monto necesario para comprar viviendas nuevas similares, y mucho menos el seguro contra inundaciones. “Si uno vive en las afueras de Myrtle Beach es porque, en primer lugar, no puede darse el lujo de vivir en Myrtle Beach”, dice Straka. “Incluso si tuviese la opción, si la compra fuese beneficiosa en términos económicos, ¿adónde iría? ¿Cómo lo haría?”.  

Terri Straka, left, with other members of Rosewood Strong, an advocacy group  she cofounded in her South Carolina community. After years of flooding, a  county-led buyout program began this year. Credit: Courtesy of Terri Straka.
Terri Straka, a la izquierda, con otros miembros de Rosewood Strong, un grupo activista que cofundó en su comunidad de Carolina del Sur. Tras años de inundaciones, este año se inició un programa de compra liderado por el condado. Crédito: cortesía de Terri Straka.

Climigration Network y sus socios están abordando estas preguntas desde distintos ángulos. Las tres organizaciones comunitarias que trabajan con la red están encaminadas para realizar sus propias encuestas y usar los resultados, a fin de comenzar a desarrollar estrategias locales este verano. La red espera crear un pequeño programa de subsidios que podría financiar esfuerzos similares en otras comunidades. Mientras tanto, los miembros formaron seis grupos de trabajo con expertos técnicos y dirigentes de la comunidad, con el objetivo de enfocarse en áreas diversas, desde políticas e investigación hasta la creación de historias y comunicados. Se reúnen periódicamente para debatir cómo identificar y abordar los desafíos a los que se enfrentan las comunidades. En conjunto, estos esfuerzos son un intento de sentar las bases para un nuevo panorama de adaptación al clima.

“No todos están haciendo el esfuerzo para construir un sistema que ayude a 13 millones de personas a mudarse en los próximos 50 años”, dice Kelly Leilani Main, directora ejecutiva de Buy-In Community Planning, presidenta del grupo Ecosistemas y Personas de Climigration Network y miembro de su Consejo interino. “Vamos trabajando sobre la marcha”.

Según Main y otros miembros de la red, hacerlo requiere que se sigan forjando vínculos de trabajo de confianza con los habitantes. Como Acuña, Straka dice que compartir sus propias experiencias con otros en Climigration Network fue un primer paso fundamental. “Cuando teníamos reuniones, era completamente honesta”, dice Straka. “Me daban la capacidad de ser vulnerable porque lo soy”. 

Agrega que el proceso completo estuvo muy lejos de sus experiencias chocándose contra paredes con funcionarios federales y estatales. Los funcionarios con los que trató “no lo entienden. Para ellos es trabajo. Van a la oficina y tienen que hacer estos proyectos”, dice ella. “Involucrarse a un nivel personal es lo que hará la gran diferencia. Eso es lo que necesitamos”.  

 


 

Alexandra Tempus está escribiendo un libro sobre la gran migración climática de los Estados Unidos para St. Martin’s Press. 

Imagen principal: Frances Acuña camina por el área de una cuenca de detención destinada a ayudar a proteger el barrio de Austin, Texas, en el que vive de las inundaciones. Crédito: Austin American-Statesman/USA TODAY Network.

 


 

Referencias 

Climigration Network. 2021. Lead with Listening: A Guidebook for Community Conversations on Climate Migration. https://www.climigration.org/guidebook.

FEMA NAC. 2020. “National Advisory Council Report to the Administrator”. Noviembre. Washington, DC: Agencia Federal para el Manejo de Emergencias.

Kaplan, Sarah y Andrew Ba Tran. 2022. “More Than 40 Percent of Americans Live in Counties Hit by Climate Disasters in 2021”. The Washington Post. 5 de enero.

La Casa Blanca. 2021. “Report on the Impact of Climate Change on Migration”. Octubre. Washington, DC: La Casa Blanca.

Wing, Oliver E.J., y Paul D. Bates, Andrew M. Smith, Christopher C. Sampson, Kris A. Johnson, Joseph Fargione y Philip Morefield. 2018. “Estimates of Current and Future Flood Risk in the Conterminous United States”. Environmental Research Letters 13(3). Febrero.

 

Exigencias al suelo

Para garantizar un futuro en el que podamos vivir, debemos administrar el suelo con sabiduría
Por Sivan Kartha, July 27, 2022

 

DESDE QUE EL MUNDO NEGOCIÓ UN TRATADO SOBRE EL CAMBIO CLIMÁTICO POR PRIMERA VEZ en 1992, pasaron tres valiosas décadas y dejamos que el desafío climático se convirtiera en una crisis. La última evaluación del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC por su sigla en inglés), publicada esta primavera, dejó de lado el lenguaje moderado del cuerpo científico profesional para dejar en claro que la sociedad se enfrenta a una crisis urgente y que se debe pasar a la acción. Ese informe representa “una letanía de promesas climáticas que no se cumplieron”, dice el secretario general de la ONU, António Guterres. “Es un archivo de la vergüenza en el que se catalogan las promesas vacías que nos encaminaron a un mundo inhabitable”.

En la cumbre sobre el clima de la ONU del año pasado en Glasgow, los países del mundo duplicaron la reducción de emisiones que habían prometido para esta década, pero en realidad necesitamos quintuplicar esos objetivos. Tal como están las cosas en este momento, podemos emitir solo 300.000 millones de toneladas de dióxido de carbono (GtCO2) antes de que las temperaturas mundiales superen el 1,5 grado Celsius, identificado en el Acuerdo de París como el límite superior aceptable de calentamiento. Si los países no logran reducir las emisiones mucho más de lo que prometieron hasta el momento, el mundo superará esos 300.000 millones de toneladas durante esta década. Eso nos llevará a un caos muchísimo mayor que las tormentas, las sequías, los incendios y los desplazamientos sin precedentes que el mundo ya está viviendo.

Somos capaces de reducir significativamente las emisiones. Sabemos qué tecnologías de energía renovable y prácticas de eficiencia energética debemos implementar en forma generalizada, sabemos que proteger los ecosistemas y otras especies respalda nuestra propia capacidad para prosperar, y somos conscientes de las prácticas agrícolas insostenibles que consumen combustible fósil y de las dietas que hacen uso intensivo del suelo que debemos modificar.

El suelo es una figura prominente en muchas de las soluciones climáticas más prometedoras y, por lo tanto, es uno de los elementos centrales de muchas de las tensiones y concesiones que debemos hábilmente enfrentar. Se agota el tiempo y debemos encontrar una forma de evitar seguir avanzando a tientas, pisoteando las necesidades humanas y ecológicas fundamentales en un intento por llegar a las soluciones “ecológicas”. Administrar el suelo con sabiduría mientras nos enfrentamos a un clima cada vez más hostil será fundamental para garantizar un futuro en el que podamos vivir.

INCLUSO MIENTRAS SE VE CADA VEZ MÁS AFECTADO POR EL CLIMA CAMBIANTE, el suelo se enfrentará a exigencias crecientes y contrastantes de la sociedad, que busca soluciones climáticas y un santuario para protegerse de un clima cada vez más hostil. Analicemos los aspectos principales de este panorama lleno de conflictos. 

El suelo será necesario para conservar las especies y los ecosistemas que se ven cada vez más amenazados por el peligro de extinción o el colapso generados por el cambio climático. Actualmente, la Tierra está transitando su sexta extinción en masa desde la explosión cámbrica hace 500 millones de años. Mientras escribe sobre el árbol evolutivo de la vida, Elizabeth Kolbert, una académica especializada en dichas extinciones, explica: “Durante una extinción en masa, se cortan muchas partes del árbol, como si lo podaran locos con hachas” (Kolbert 2014). Incluso como metáfora, quizás esta explicación se queda corta, ya que ahora hay topadoras, represas gigantes y otras formas menos racionales de apropiarnos directamente del suelo en los ecosistemas naturales. A medida que el cambio climático producido por los seres humanos se acelera, superará a la apropiación del suelo como impulsor principal de la extinción continua (WGII del IPCC 2022). En un informe de la Plataforma Intergubernamental Científico-normativa sobre Diversidad Biológica y Servicios de los Ecosistemas, se descubrió que hay más de un millón de especies en peligro de extinción, muchas de ellas en las próximas décadas (IPBES 2019). 

Desde las montañas cubiertas de nieve donde nacen los ríos que fluyen todo el año, pasando por el suelo fértil en el que crecen nuestros alimentos, hasta los arrecifes de coral que permiten la pesca costera, conservar los ecosistemas naturales de los que depende la supervivencia humana dependerá, en definitiva, de nuestra habilidad para reducir y revertir la apropiación y la fragmentación del hábitat natural; todo esto mientras intentamos detener el cambio climático. Como un primer paso fundamental, casi 100 países que conforman la High Ambition Coalition for Nature and People propusieron un proyecto internacional 30×30 para proteger el 30 por ciento del suelo y los océanos del mundo para el 2030. Este esfuerzo ambicioso ayuda a detener la pérdida de biodiversidad y a preservar los ecosistemas. Además, fomenta la seguridad económica y la estabilidad climática. Al día de hoy, solo están protegidos el 15 por ciento del suelo y el siete por ciento de los océanos. 

El suelo deberá reacomodar a las personas desplazadas por inundaciones, clima extremo y cambios climáticos que hacen que áreas actualmente pobladas se vuelvan inhabitables. Sabemos que el clima extremo que impulsa los desplazamientos seguirá empeorando. El Banco Mundial estima que, en las próximas décadas, más de 200 millones de personas deberán abandonar sus hogares debido al cambio climático en Asia, África y América Latina, y millones más se verán afectados en otras regiones. El desplazamiento y la migración involuntaria debido al clima acentuarán factores de estrés actuales, como conflictos, inseguridad alimentaria e hídrica, pobreza, y pérdida de sustento por presiones económicas y medioambientales (WGII del IPCC 2022). 

En otras palabras, los hogares y las comunidades marginados y desamparados sufrirán las peores consecuencias, que, con el aumento de la frecuencia, escalarán hasta convertirse en crisis humanitarias y de derechos humanos. Cualquier intento de controlar estas situaciones de forma humana tendrá implicaciones para los asentamientos y el suelo habitable que necesitan. Las reubicaciones requerirán mucho menos suelo que otras exigencias. Una estimación sugiere que el 0,14 por ciento del planeta (un poco menos que el área del Reino Unido) podría abastecer a 250 millones de migrantes climáticos (Leckie 2013). Sin embargo, la migración climática actual representa un cambio significativo en cómo y dónde las personas ocupan y usan el suelo, y garantizar y preservar los derechos humanos de los migrantes y refugiados debería ser una prioridad de los esfuerzos que se llevan a cabo. 

El suelo deberá producir suficientes alimentos para la creciente población mundial, incluso a pesar de que muchas regiones se enfrentan a una disminución del agua, un aumento de las pestes y una reducción de la fertilidad del suelo. El cambio climático enlenteció la productividad alimentaria que hubo en la última década, y los hechos extremos vinculados al clima expusieron a millones de personas a una gran inseguridad alimentaria e hídrica. 

El empeoramiento del clima aumentará estas amenazas que, una vez más, tienen un mayor impacto sobre las personas marginadas y desamparadas. La agricultura constituye la mayor presión humana sobre el paisaje mundial. Se estima que es el motivo por el que se despejó o convirtió el 70 por ciento de los pastizales, el 50 por ciento de la sabana, el 45 por ciento del bosque templado caducifolio y el 27 por ciento de los bosques tropicales del mundo. La agricultura también afecta a los cuerpos de agua por el drenaje y el escurrimiento de productos químicos, y porque emite gases de efecto invernadero y contaminantes a la atmósfera.

Los enfoques agrícolas basados en principios de diversidad y regeneración de los ecosistemas se prueban y aplican a mayor escala, cada vez más, ya que tienen el potencial de ayudar a combatir el cambio climático, incluso con el crecimiento poblacional a nivel mundial. Del mismo modo, hacer cambios sustanciales en el sistema internacional de alimentos que prioricen los derechos humanos y reduzcan el consumo de carne y el desperdicio de alimentos puede aumentar y profundizar la seguridad alimentaria. El ganado, y no el hombre, es el encargado de consumir una abrumadora parte de los cultivos mundiales. Más de un tercio de todas las calorías y más de la mitad de las proteínas de los cultivos agrícolas se destinan a alimentar animales, por lo que solo un porcentaje muy pequeño se usa para alimentar a la población. El consumo de carne está asociado con ser el causante del aumento en la deforestación de la selva amazónica, un bioma que representa el 40 por ciento de la selva del planeta y que es el hábitat del 25 por ciento de las especies terrestres que siguen con vida. 


Ovejas y panales solares comparten espacio en un campo en Alemania. Crédito: Karl-Friedrich Hohl vía E+/Getty Images.

El suelo será la fuente de energía, en especial para la energía solar, eólica y de biomasa, necesaria para reemplazar los combustibles fósiles que actualmente satisfacen cinco sextos de la demanda energética mundial. Si bien el impacto de la energía solar y eólica en el paisaje no puede negarse, estas fuentes pueden ubicarse en áreas de usos múltiples. Por ejemplo, las turbinas eólicas y los paneles solares pueden instalarse en tierras agrícolas o en techos o estacionamientos en espacios urbanos. A diferencia de la energía solar y la eólica, la energía de biomasa, que se produce mediante materia prima agrícola en la forma de electricidad (bioenergía) o combustible (biocombustible), debe ubicarse en suelo productivo para la agricultura. A cualquier escala significativa, la energía de biomasa compite con la producción de alimentos. 

Consideremos lo siguiente: los cultivos de todo el mundo equivalen a menos de un cuarto de hectárea por persona; sin embargo, ejercen una presión considerable sobre el agua, el suelo y otros recursos ecológicos. Incluso si se estableciera un proceso lo suficientemente eficiente para producir y usar biocombustible (en comparación con el enfoque de los EE.UU. de quemar etanol a base de maíz en vehículos de combustión convencional), se necesitaría más de media hectárea para abastecer un vehículo de un solo pasajero. Una planta eficiente de biocombustible difícilmente tendría mejores resultados, ya que necesitaría un tercio de hectárea per cápita para cultivar el combustible necesario a fin de generar la electricidad que usa un estadounidense promedio. Por el contrario, la energía solar fotovoltaica requiere menos del cinco por ciento de media hectárea por persona o, en el caso de toda la población de los EE.UU., un poco menos de seis millones de hectáreas. Esta no es una huella pequeña, pero cabe destacar que, solo en 2017, el suelo federal destinado a la producción de petróleo y gas en los Estados Unidos equivalió a más de 4,5 millones de hectáreas.

En pocas palabras, la energía de biomasa funcionaría solo para la típica persona que consume mucha energía, así como la carne funciona para la típica persona que come mucha carne. Les permitiría consumir mucho más suelo del que consumirían si simplemente usaran lo que produce el suelo. Por lo tanto, también posibilitaría que los consumidores excesivos de todo el mundo compitan aún más agresivamente con las personas de bajos recursos por los recursos que determinan la supervivencia, como los alimentos, el sustento y las viviendas. 

El suelo deberá “neutralizar” los excesos de carbono mediante la remoción del dióxido de carbono acumulado en la atmósfera. El suelo del planeta funciona como un receptor gigante de carbono; las plantas y el suelo absorben un cuarto del dióxido de carbono excedente en la atmósfera. (Otro cuarto de las emisiones excedentes lo absorben los océanos y la otra mitad se acumula en la atmósfera y es la que causa el calentamiento del planeta.) El deterioro de un ecosistema, debido a pestes, inundaciones e incendios producidos por el clima y la modificación humana deliberada, disminuye su capacidad de absorber carbono e incluso puede llegar a convertirlo en una fuente de emisiones. El cambio climático no controlado podría modificar las condiciones climáticas lo suficiente para llevar una región como la selva amazónica a tal punto de quiebre que pasaría de ser un receptor de carbono a una fuente de carbono. De hecho, ya se observa un deterioro de la resiliencia en esa área (Boulton, Lenton y Boers, 2022). 

A pesar de que el cambio climático es una amenaza para la absorción natural del carbono, sigue siendo una alternativa para reducir las emisiones o, al menos, una solución temporal que permite ganar tiempo, aliviar un poco la carga de la mitigación y, de forma gradual, aumentar los esfuerzos de reducción de emisiones en un período más largo. De hecho, la fe en estas estrategias de “emisiones negativas” superaron las expectativas razonables. Algunos analistas de futuras opciones de mitigación suponen que eliminar el dióxido de carbono de la atmósfera y almacenarlo en el suelo (en materia vegetal y del suelo) o bajo tierra (como dióxido de carbono comprimido transportado en cañerías) exigirán los mismos requisitos de suelo que la agricultura mundial actual.

Si se coopera a nivel mundial y se trabaja arduamente a fin de mantener las emisiones dentro del rango de 1,5 grados Celsius, sería posible y conveniente pensar las emisiones negativas como una posible solución para las situaciones que son imposibles de abordar de otras maneras (como las emisiones de metano de los cultivos de arroz en suelo anegado). En cambio, la mayoría de los países diagramaron un camino lento de esfuerzos de reducción a corto plazo y objetivos de reducción inadecuados a medio plazo. A estos pasos les asignaron nombres coherentes con las metas del Acuerdo de París, bajo la suposición de que mágicamente se materializará una amplia extensión de suelo para lograr las emisiones negativas cuando sea necesario. Esta estrategia es peligrosa. Seguir tras ella implica suponer que el suelo estará disponible y esperar que las actividades de emisiones negativas no se superpongan con las necesidades sociales, como la seguridad alimentaria.

Dado que el mundo minimizó el esfuerzo para controlar el cambio climático a corto plazo al punto necesario para alcanzar límites aceptables, esta estrategia podría dejarnos (y también a futuras generaciones) con una economía energética poco transformada. Equipada con una infraestructura energética que depende del combustible fósil, la sociedad se enfrentaría a una transición mucho más abrupta y disruptiva que la que buscaba evitar. Una vez que superara la cantidad de carbono disponible, se enfrentaría a una deuda de carbono que no se puede pagar y, en definitiva, sufriría más calentamiento que el que estaría preparada para enfrentar. 

EL USO Y LA ADMINISTRACIÓN SABIOS DEL SUELO SERÁN FUNDAMENTALES para el futuro. Las tecnologías, las prácticas y las políticas específicas son muy variadas y dependen del contexto, por lo que sería poco prudente intentar un trato equitativo en este caso. Sí se pueden hacer algunas observaciones generales. 

En primer lugar, muchos de los casos mencionados antes demuestran cómo la sociedad se apoya cada vez más en los recursos territoriales para lidiar con el cambio climático, a pesar de que el suelo mismo está cada vez bajo mayor presión por ese mismo factor. Las tensiones y concesiones esperadas ya están poniendo a prueba la capacidad de la sociedad de administrar con sabiduría el suelo en un clima más hostil, y los resultados son variados.

A medida que se acelera la pérdida de biodiversidad, se hace más evidente que una gran parte de las áreas ricas en biodiversidad restantes, incluidos más de un tercio de los bosques conservados y el 80 por ciento de la biodiversidad terrestre mundial, está en manos de grupos indígenas. Ellos lograron proteger la biodiversidad y el carbono acumulado en los bosques con más éxito que otros grupos, incluso durante décadas de extracción indiscriminada de recursos forestales en todo el mundo (Fa et al., 2020; Banco Mundial, 2019). Esta información debe volcarse en políticas que reconozcan legalmente y exijan el cumplimiento de derechos de tenencia del suelo con base en la comunidad, que coincidan con la Declaración de las Naciones Unidas sobre los derechos de los pueblos indígenas, de los que la mayoría de las comunidades indígenas todavía no gozan. Una vez que esto suceda, las comunidades indígenas tendrán más capacidad para proteger los recursos comunes mediante acciones colectivas apropiadas a nivel local. También tendrán mayores posibilidades de imponerse frente a actores externos que quieran extraer y deteriorar los recursos forestales, o frente a modelos impuestos de “conservación colonial” que pasan por alto los derechos de los grupos indígenas y son menos efectivos en sus objetivos de conservación ostensivos.

Ocurre lo mismo con diversas estrategias “de apropiación ecológica” recientes. A medida que se intensifica la presión sobre el suelo por la creciente demanda de la producción de bioenergía y alimentos, la capacidad de emisiones negativas y las áreas habitables, los grupos que tienen capital, flexibilidad, capacidad política y redes influyentes elaboran las políticas relevantes y, en definitiva, se benefician de ellas, incluso mediante la especulación. En consecuencia, aumenta el costo de los esfuerzos públicos para satisfacer las necesidades colectivas, lo que evita que las personas con el menor poder político o económico satisfagan necesidades básicas como las de alimentación, sustento y vivienda.

Los nuevos medios para obtener estos componentes del suelo y los ecosistemas e integrarlos a los procesos de mercado legitima formas nuevas de apropiación. Algunos son similares a derivados financieros y, de hecho, pueden recordarnos a los derivados financieros respaldados por hipotecas, cuyo colapso produjo una recesión mundial y amenazas mucho peores. Un ejemplo muy obvio es el programa de compensación de carbono (el Mecanismo de desarrollo limpio) que los países desarrollados usaron para cumplir los objetivos a los que estaban obligados legalmente por el Protocolo de Kioto. Ahora se sabe que este mecanismo se centraba en reducciones ficticias de los gases de efecto invernadero.

Por lo tanto, deberíamos tener cuidado con los mecanismos del mercado que simplemente fomentan suposiciones cuestionables sobre la equivalencia (entre fragmentos distintos de capital natural) o bienes fungibles (entre recursos naturales y alternativas técnicas), y sobre políticas que privilegian la idea del bienestar económico neto para justificar posibles damnificados por la distribución o daños causados a los derechos humanos y la justicia. 

A MEDIDA QUE LAS CARACTERÍSTICAS ESPECÍFICAS DEL SUELO y los ecosistemas, como la posibilidad de que sean un receptor de carbono o una alternativa para la producción de energía, se vuelven más preciadas y se integran cada vez más a la economía global, hay una pregunta fundamental que se vuelve más urgente: ¿quién controla el suelo y quién se beneficia de él? 

El presidente del Instituto Lincoln, George McCarthy, lo resumió esta primavera en el Foro de Periodistas de la organización sobre el cambio climático: “El conflicto por el suelo redunda en poder. Y en las disputas, el poder gana”. Si las estructuras de poder en la raíz del cambio climático siguen intactas, los mecanismos de mercado resultantes y las intervenciones mediante políticas no tendrán éxito en salvar el clima y empeorarán la pobreza y la marginalización mundial. Esto podría contribuir a lo que se está convirtiendo en la tercera injusticia del cambio climático: los más vulnerables no solo son los menos responsables y los más afectados, sino que también son las primeras víctimas de las políticas climáticas mal planificadas.

La sociedad mundial se enfrenta a riesgos existenciales. Estos riesgos, todos generados por nosotros mismos, son tanto ecológicos como sociales. En cuanto a lo ecológico, insistimos en cargar al planeta de una forma insostenible. Desde lo social, seguimos divididos por disparidades obscenas en aspectos de economía y poder que nos han hecho disfuncionales frente a una amenaza para toda la civilización.

Existen soluciones. Ahora queda en claro la importancia de reducir el consumo de carne a nivel mundial tanto por motivos de sostenibilidad medioambiental como de salud personal. Aprendimos a tener cuidado con los mecanismos de objetivos reducidos, como los mercados de bonos de carbono para proteger los bosques, dado que estos ecosistemas son muy complejos y proveen a distintas sociedades muchos servicios no monetizables o que no se comprenden o aprecian del todo. La experiencia nos demostró que las comunidades indígenas, en especial cuando se exige el cumplimiento legal de los derechos de tenencia, son muy eficientes en la administración de los bosques y la protección de la biodiversidad.

En cuanto al suelo muy alterado o deteriorado, las innovaciones en agricultura regenerativa y restauración de los ecosistemas brindan los medios para mantener o mejorar el carbono con base en el suelo. Además, los avances tecnológicos en el sector energético posibilitaron que rehabilitemos la economía mundial adicta al combustible fósil.

Lo más importante es que el mundo por fin logró un bienestar mundial general que, si se compartiera de forma más equitativa, permitiría que todos gozaran de una vida digna, libre de privaciones y subdesarrollo.

Contamos con las herramientas para salvarnos, pero depende de nosotros hacerlo.

 


 

Sivan Kartha es un científico sénior en el Instituto Medioambiental de Estocolmo y es codirector del Programa de Transiciones Equitativas. Fue parte del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático durante la elaboración del quinto y el sexto informe de evaluación, y es asesor en el programa climático del Instituto Lincoln.  

Imagen principal: Selva amazónica, Brasil. Crédito: Gustavo Frazao vía iStock/Getty Images Plus.

 


 

Referencias 

Boulton, Chris A., Timothy M. Lenton y Niklas Boers. 2022. “Pronounced Loss of Amazon Rainforest Resilience Since the Early 2000s”. Nature Climate Change 12 (271–278). 7 de marzo. https://www.nature.com/articles/s41558-022-01287-8.

Fa, Julia E. y James EM Watson, Ian Leiper, Peter Potapov, Tom D. Evans, Neil D. Burgess, Zsolt Molnár, Álvaro Fernández-Llamazares, Tom Duncan, Stephanie Wang, Beau J. Austin, Harry Jonas, Cathy J. Robinson, Pernilla Malmer, Kerstin K. Zander, Micha V. Jackson, Erle Ellis, Eduardo S. Brondizio, Stephen T. Garnett. 2020. “Importance of Indigenous Peoples’ Lands for the Conservation of Intact Forest Landscapes”. Frontiers in Ecology and the Environment 18(3): 135–140. https://doi.org/10.1002/fee.2148.

IPBES. 2019. “Global Assessment Report on Biodiversity and Ecosystem Services of the Intergovernmental Science-Policy Platform on Biodiversity and Ecosystem Services”. E. S. Brondizio, J. Settele, S. Díaz y H. T. Ngo (eds.). Bonn, Alemania: IPBES Secretariat. https://doi.org/10.5281/zenodo.3831673.

WGII del IPCC. 2022. “Climate Change 2022: Impacts, Adaptation, and Vulnerability. Contribution of Working Group II to the Sixth Assessment Report of the Intergovernmental Panel on Climate Change”. H.-O. Pörtner, D.C. Roberts, M. Tignor, E.S. Poloczanska, K. Mintenbeck, A. Alegría, M. Craig, S. Langsdorf, S. Löschke, V. Möller, A. Okem, B. Rama (eds.). Cambridge, Reino Unido, y Nueva York, NY: Cambridge University Press. https://www.ipcc.ch/report/sixth-assessment-report-working-group-ii.

Kolbert, Elizabeth. 2014. The Sixth Extinction: An Unnatural History. Nueva York, NY: Macmillan.

Leckie, Scott. 2013. “Finding Land Solutions to Climate Displacement: A Challenge Like Few Others”. Ginebra, Suiza: Displacement Solutions. https://unfccc.int/files/adaptation/groups_committees/loss_and_damage_executive_committee/application/pdf/ds-report-finding-land-solutions-to-climate-displacement.pdf.

Banco Mundial. 2019. “Securing Forest Tenure Rights for Rural Development: An Analytical Framework”. Program on Forests (PROFOR). Washington, DC: Banco Mundial. https://openknowledge.worldbank.org/handle/10986/34183.

Image of the United States taken at night from space.

The Promise of Megaregions

How Scaling Up Could Help Combat Today’s Most Urgent Challenges
By Matt Jenkins, October 4, 2022

 

In northern California, three regional agencies representing some 11 million people are banding together to address long-term transportation planning issues. In the Northeast, a dozen states are collaborating on an effort to bring down greenhouse gas emissions. And in other places across the United States, from the Southwest to the Midwest, governments and organizations in large metropolitan areas are embracing regional strategies to address challenges that cross jurisdictional boundaries. 

It’s an approach that planners have been encouraging for some time, as adjacent U.S. metro areas seemed increasingly destined to merge. Jonathan Barnett remembers attending a conference in London in 2004, and watching as maps of expected urban growth and regional development in the United States flashed onto a screen. At the time, Barnett was the director of the Urban Design Program at the University of Pennsylvania. He and his colleagues had been pondering the implications of Census Bureau projections that the U.S. population might grow 50 percent or more by 2050, an increase of more than 100 million people. 

“What popped out at everybody in the room was that there was a pattern emerging in the maps of where these people were going to go,” Barnett says. “You can see [these urban patterns] from space, and it’s a little like looking at the stars and seeing Orion and Sagittarius. We realized that something important was happening.” 

Bob Yaro was in the room that day, too. “You could see that, across the country, the suburbs of one metropolitan region were merging with the suburbs of the next metropolitan region,” recalls Yaro, who led the Regional Plan Association at the time while teaching at the University of Pennsylvania. “Physically, these places were becoming integrated with each other. And then when we looked at economic and demographic trends, you could see that in fact the lives of these cities and metropolitan areas were merging with their neighbors.” 

This was hardly the first time that geographers and planners had taken note of the way linked metropolitan areas can share economies, natural resource systems, infrastructure, history, and culture. But by the turn of the 21st century, the scope and pace of the phenomenon were reaching new levels in the United States.  

Not long after the conference in London, Armando Carbonell—who retired from the Lincoln Institute this year after leading its urban planning program for more than two decades—gave the phenomenon a name that would stick: megaregions. 

A band of planners, including Yaro, Barnett, and others, has picked up the banner of megaregions, arguing that these urban areas have an outsize importance nationally. “More than eight in 10 Americans live in these places, and it’s over 90 percent of the economy of the country,” Yaro says. “So it’s very clear that if these places don’t succeed or aren’t operating at their full potential, the whole country’s economy and livability will suffer.” 

This spring, the Lincoln Institute published Megaregions and America’s Future, which Yaro wrote with Ming Zhang, director of Community and Regional Planning at the University of Texas at Austin, and Frederick Steiner, dean of the University of Pennsylvania’s Stuart Weitzman School of Design. They argue that megaregions may offer a way for the United States to contend with challenges that don’t respect arbitrary political boundaries, from climate change to public health crises like COVID-19. Megaregions can, if properly and creatively governed, strengthen climate resilience, natural resource management, economic competitiveness, and equity at the local, regional, and national levels. 

What Constitutes a Megaregion 

For more than a century, the heavily populated region stretching from Boston to Washington, DC, has drawn the attention of geographers. In his 1915 book Cities in Evolution, Patrick Geddes gave the swath of urban development running from Boston to New York the decidedly unlovely term “conurbation.” In 1961, French geographer Jean Gottman called the region a “megalopolis.” And in 1967, Herman Kahn gave the whole corridor the equally unlovely name “BosWash.” 

It would take another three decades before these boundary-busting phenomena began receiving more comprehensive academic attention, but the pace has been picking up over the last 20 years as the University of Pennsylvania, the Lincoln Institute, and others have worked to advance people’s understanding of what megaregions are and how they function. 

Definitions vary of what, exactly, constitutes a megaregion, but they are generally defined as regional economies that clearly extend beyond an individual metropolitan area. “I think of megaregions as a way of thinking about space, more than as real things that are out there,” says Carbonell. “I see it as a construct and a tool, [but] megaregions are not fixed and they change.” 

Researchers have used a variety of innovative approaches to identify and delineate individual megaregions. One analysis looked at the commuting habits of more than 4.2 million Americans to identify megaregions. Another used satellite imagery to identify contiguously lighted urban agglomerations across the globe, then—with a sort of Seussian whimsy—gave those places names like So-Flo, Chi-Pitts, Char-Lanta, Tor-Buff-Chester, and Am-Brus-Twerp (Florida, Gulden, and Mellander 2008). To estimate economic activity in each megaregion, that study combined the satellite-imaged light footprints with population and GDP data, extrapolating a “Light-based Regional Product.” It also used the number of patent registrations and highly cited scientific authors in each megaregion as a measure of technological and scientific innovation. 


The 13 U.S. megaregions identified in the recently published Lincoln Institute book Megaregions and America’s Future. Credit: Ming Zhang.

At this point, researchers have identified about 40 megaregions around the world (see sidebar). In Megaregions and America’s Future, the authors focus on 13 megaregions in the United States (see map). Those are the venerable Northeast; Piedmont Atlantic, a southern stretch that includes sections of Georgia, Alabama, Tennessee, and the Carolinas; Florida; Great Lakes; Gulf Coast; Central Plains; Texas Triangle; Front Range in Colorado; Basin and Range (Utah and Idaho); Cascadia (the Pacific Northwest from Portland to Vancouver, BC); Northern California; Southern California; and Arizona’s Sun Corridor (Yaro, Zhang, and Steiner 2022). 

Many of these megaregions have economies that put them within the rankings of the world’s biggest national economies. In 2018, for example, the Northeast megaregion had a GDP of $4.54 trillion—more than that of Germany. The same year, the nearly $1.8 trillion GDP of the Southern California megaregion was larger than that of Canada. In many ways, a megaregion is an increasingly spontaneous and organic unit of organization, one that presents more opportunity than the traditional political divisions that it transcends. 

 


 

Megaregions Around the Globe 

Scholars have identified more than 40 megaregions around the world, and several more are rapidly forming in China, India, and Southeast Asia. Established megaregions include: 

Pentagon, Europe. This region, whose outlines are defined by Paris, London, Hamburg, Munich, and Milan, was identified as an economic and transportation hub in 1999. It covers about 20 percent of the continent and is responsible for 60 percent of its economic output. Several other megaregion models have also been applied and explored in Europe. 

Tokaido, Japan. The corridor between Tokyo and Osaka is home to more than half of the country’s population. Its cities are linked by the Shinkansen high-speed rail network, which has reduced travel time between Tokyo and Osaka from eight hours in the early 20th century to two and a half hours today; a bullet train in development will further reduce the trip to one hour. 

Pearl River Delta, China. The most densely populated urban area in the world, the Pearl River Delta includes Guangzhou, Shenzhen, and Hong Kong. The Chinese government has invested several hundred billion dollars in high-speed rail designed to strengthen connections within and among the Pearl River Delta, Yangtze River Delta, the region around Beijing and Tianjin, and burgeoning megaregions in coastal and inland areas. 

 


 

Collaborating on Climate Mitigation 

One of the most prominent examples of successful initiatives that span a megaregion is the Regional Greenhouse Gas Initiative (RGGI), a cooperative effort to cap and reduce power sector carbon dioxide emissions in New England and the Mid-Atlantic. Known in shorthand as “Reggie,” it is the first mandatory cap and trade program for greenhouse gas emissions in the country and now spans 12 states. 

At the turn of the 21st century, efforts to establish a national cap and trade framework for greenhouse gas emissions were fizzling. In 2003, then–New York Governor George Pataki sent a letter to the governors of other states in the Northeast proposing a bipartisan effort to fight climate change. In 2005, the initial agreement to implement RGGI was signed by the governors of Connecticut, Delaware, Maine, New Hampshire, New Jersey, New York, and Vermont. In 2007, Massachusetts, Rhode Island, and Maryland signed on. 

“I think for the states that recognized that climate change was real and a problem, there was a desire and an appetite to take some leadership,” says Bruce Ho, who heads the Natural Resource Defense Council’s work on RGGI. “Climate change is a global problem, and we need to be acting as much as possible in a coordinated way. But at the same time, there’s a recognition that you have to start somewhere.” 

Even as climate change efforts at the federal level foundered, RGGI got stronger and expanded. In 2014, the participating states reduced the emissions cap by 40 percent and committed to further year-by-year reductions. Then in 2017, the states agreed to aim for an even steeper decline in emissions, and also agreed to extend those emissions reductions efforts through at least 2030. 

Since RGGI began, power plant emissions have decreased by more than 50 percent—twice as much as the national decrease during the same time—and the program has raised over $4 billion by auctioning carbon allowances. That money has been invested in local energy efficiency programs, renewable energy, and other initiatives. Virginia, for example, dedicates half of its RGGI funding to low-income energy efficiency programs and puts the other half toward flood preparedness and sea-level rise mitigation in coastal communities. 

While not immune to criticism, RGGI is “an early example of a megaregion-scale initiative that has held up quite well,” says Carbonell—and it continues to gain momentum. Although then–Governor Chris Christie withdrew New Jersey from RGGI in 2012, the state rejoined in 2020. Virginia joined in 2021, and Pennsylvania followed this year. Leaders in North Carolina, spurred by a citizens’ rulemaking petition, are now considering joining RGGI as well. 

Hopes for High-Speed Rail 

One of the key challenges of megaregions is how people get around within them. Because megaregions can run 300 to 800 miles across, they demand an approach to transportation that has largely been ignored in the United States. “They’re too small to be efficiently traversed by air, and too large to be easily traversed by road,” Yaro says. “And then on top of that, the airports, airspace, and the interstate highway links in these places are highly congested.”  

Putting a new emphasis on high-speed rail, which can reach speeds over 200 miles per hour, will help relieve a transportation system that is groaning under strain nationwide, says Yaro, who is now president of the North Atlantic Rail Alliance, a group advocating a high-speed and high-performance “rail-enabled economic development strategy” for New York and New England. In addition to reducing congestion, highspeed rail can decrease emissions; it can also spur economic development by connecting people with jobs and other opportunities throughout a region. 


A high-speed Shinkansen train in Japan. Credit: Yongyuan Dai via iStock.

Plenty of successful examples of high-speed rail systems exist worldwide. In Japan, for example, the world’s first high-speed rail line—the famous Shinkansen, or bullet train—has linked Tokyo, Nagoya, and Osaka into a single megaregion. The system, which now carries over 420,000 passengers each weekday, will mark its 60th year of service in 2024. In Europe, nine countries now operate high-speed rail on more than 5,500 miles of track. Perhaps no country has embraced high-speed rail as enthusiastically as China. Since just 2008, its government has built a system that reaches practically every corner of the sprawling country on more than 23,500 miles of track—and counting. 

In the United States, an early realization of the concept’s potential has been slow to gain traction. In 1966, U.S. Senator Claiborne Pell of Rhode Island proposed a high-speed line between Boston and Washington in his book, Megalopolis Unbound: The Supercity and the Transportation of Tomorrow. In 2000, Amtrak started Acela service between Boston and Washington. Because it reaches 150 miles per hour, it qualifies as high-speed rail—yet it hits that upper limit over only about 34 miles of the 457-mile route. The Acela’s average speed is just 70 miles per hour. 

Plans for intercity high-speed rail have been considered or are underway in other regions; the Texas Central Line would connect Dallas and Houston, while the Brightline West project would link Southern California to Las Vegas. Elsewhere in California, construction is underway on an ambitious line that will connect San Francisco and Los Angeles, with a second phase extending the line north to Sacramento and south to San Diego. But challenges related to funding, politics, and logistics have meant that high-speed rail has barely made it out of the blocks. 

Early versions of last year’s infrastructure bill included $10 billion for high-speed rail, but that was cut during negotiations. While proponents keep pushing for meaningful federal investment in a high-speed network, megaregions can also benefit from investments in existing systems—or “fast-enough rail,” as Barnett dubs it in his book Designing the Megaregion: “There are many transportation improvements that can be made incrementally to give a much better structure to the evolving megaregions.” 

Sharing Solutions in California 

The Northern California Megaregion extends across the cities of the San Francisco Bay Area, Sacramento, and the San Joaquin Valley. The region has seen a dramatic increase in commuters from inland communities like Tracy and Stockton to jobs in the Bay Area, and has some of the nation’s longest average commute times.  

James Corless heads the Sacramento Area Council of Governments, but previously worked for the Metropolitan Transportation Commission, the agency responsible for planning and financing regional transportation in the Bay Area. In the mid-2000s, he says, regional agencies began looking at the swath of cities running from the Bay Area to Sacramento as an emerging megaregion, and gave it a name that put it squarely in the ranks of places like So-Flo and Char-Lanta. “We actually coined the phrase ‘San Framento,’” Corless says. “Everybody hated it. But it got people’s attention.” 

In 2015, the Metropolitan Transportation Commission, Sacramento Area Council of Governments, and San Joaquin Council of Governments signed an MOU to create a Megaregion Working Group. Their goal: to begin tackling issues that transcended the boundaries of the 16 counties and 136 cities they collectively represented.  

It took a while for the effort to gain momentum, precisely because of the sprawling nature of the megaregion. “I kept seeing these megaregion meetings pop up on my calendar and then get canceled,” Corless says. “Because for elected officials to get together from across these 16 counties, it requires an entire day of travel.” 

The arrival of COVID, and the resulting turn toward conducting government business via Zoom, helped bridge that distance and give the effort momentum. “At first, we were struggling a little bit to find our focus,” Corless says. Gradually, though, the participating entities began asking a simple question: “Where are we stronger together?”  

Late in 2021, the Megaregion Working Group announced a list of a dozen transportation-focused projects, from highway improvements to expansion of three regional rail lines. The California high-speed rail system that’s under construction—but far from completion—doesn’t much play into the working group’s plans, Corless says. “I have no doubt that high-speed rail will be a game changer,” he says. But “if we could just get reliable medium-speed rail, we’ll take that.” 

In fact, much of the megaregional effort is more quotidian than flashy infrastructure projects. The partners are focusing on integrating their regional plans and synchronizing their long-range planning cycles. “Because so much of our travel and even our housing markets are now intertwined,” Corless says, “if we’re looking out at the next 25 years, we need to be in sync.” 

The concept of megaregions is coming of age, Corless says, in much the same way that the rise of metropolitan planning organizations helped meet new challenges in the 1960s. “Once American cities suburbanized,” he says, “you couldn’t rely on the central city to do everything. People were more mobile, economies were bigger, and the issues transcended local city and county boundaries.” 

Moving Megaregions Forward 

What will it take to push the megaregion concept—which essentially invites those metropolitan planning organizations to an even bigger table—more squarely into the public consciousness and the policy realm?  

Bob Yaro thinks one answer is the climate crisis, which could push regions to work together in new ways. “I think it takes a crisis to do anything big in this country,” Yaro says. “You read these stories about whole counties running out of water. And that’s only going to get worse. [To address] the climate issue, you need both adaptation and mitigation strategies, and those mitigation strategies probably become most efficacious at the megaregion scale.” 

The RGGI initiative in the Northeast offers one example of how that kind of collaboration can work; the current water crisis in the desert Southwest offers another. There, tough times have, somewhat paradoxically, made for closer connections. Communities and governments have looked toward their neighbors and realized that they can do more together. 

The seven U.S. states that rely on water from the Colorado River, along with Mexico, have historically had an extremely contentious relationship. Yet, while recent headlines scream about impending water catastrophe, those parties have for more than 20 years been quietly working together on agreements intended to minimize the collective damage that they might suffer. A sense of partnership, however tenuous and prone to ongoing tensions, has been supplanting longstanding parochial attitudes toward the river.  

As metro regions melt together and global challenges ramp up, a growing sense of shared fate with historically distant neighbors could help tackle all kinds of problems that might once have seemed insurmountable. 

“I think one of the things we need to do is redefine ‘home,’ and the Southwest is Exhibit A on why that needs to happen,” Yaro says. “I think it’s redefining home at this larger scale. The final boundaries are going to depend on an individual community’s sense of association with their neighbors—but the place doesn’t succeed unless we do that.” 

 


 

Matt Jenkins is a freelance writer who has contributed to the New York Times, Smithsonian, Men’s Journal, and numerous other publications. 

Lead image: A rendering of the United States as seen from space, based on NASA images. Credit: DKosig via iStock.

Image of the United States taken at night from space.

The Promise of Megaregions

How Scaling Up Could Help Combat Today’s Most Urgent Challenges
By Matt Jenkins, October 4, 2022

 

In northern California, three regional agencies representing some 11 million people are banding together to address long-term transportation planning issues. In the Northeast, a dozen states are collaborating on an effort to bring down greenhouse gas emissions. And in other places across the United States, from the Southwest to the Midwest, governments and organizations in large metropolitan areas are using regional strategies to address challenges that cross jurisdictional boundaries. 

It’s an approach that planners have been encouraging for some time, as adjacent U.S. metro areas seemed increasingly destined to merge. Jonathan Barnett remembers attending a conference in London in 2004, and watching as maps of expected urban growth and regional development in the United States flashed onto a screen. At the time, Barnett was the director of the Urban Design Program at the University of Pennsylvania. He and his colleagues had been pondering the implications of Census Bureau projections that the U.S. population might grow 50 percent or more by 2050, an increase of more than 100 million people. 

“What popped out at everybody in the room was that there was a pattern emerging in the maps of where these people were going to go,” Barnett says. “You can see [these urban patterns] from space, and it’s a little like looking at the stars and seeing Orion and Sagittarius. We realized that something important was happening.” 

Bob Yaro was in the room that day, too. “You could see that, across the country, the suburbs of one metropolitan region were merging with the suburbs of the next metropolitan region,” recalls Yaro, who led the Regional Plan Association at the time while teaching at the University of Pennsylvania. “Physically, these places were becoming integrated with each other. And then when we looked at economic and demographic trends, you could see that in fact the lives of these cities and metropolitan areas were merging with their neighbors.” 

This was hardly the first time that geographers and planners had taken note of the way linked metropolitan areas can share economies, natural resource systems, infrastructure, history, and culture. But by the turn of the 21st century, the scope and pace of the phenomenon were reaching new levels in the United States.  

Not long after the conference in London, Armando Carbonell—who retired from the Lincoln Institute this year after leading its urban planning program for more than two decades—gave the phenomenon a name that would stick: megaregions. 

A band of planners, including Yaro, Barnett, and others, has picked up the banner of megaregions, arguing that these urban areas have an outsize importance nationally. “More than eight in 10 Americans live in these places, and it’s over 90 percent of the economy of the country,” Yaro says. “So it’s very clear that if these places don’t succeed or aren’t operating at their full potential, the whole country’s economy and livability will suffer.” 

This spring, the Lincoln Institute published Megaregions and America’s Future, which Yaro wrote with Ming Zhang, director of Community and Regional Planning at the University of Texas at Austin, and Frederick Steiner, dean of the University of Pennsylvania’s Stuart Weitzman School of Design. They argue that megaregions may offer a way for the United States to contend with challenges that don’t respect arbitrary political boundaries, from climate change to public health crises like COVID-19. Megaregions can, if properly and creatively governed, strengthen climate resilience, natural resource management, economic competitiveness, and equity at the local, regional, and national levels. 

What Constitutes a Megaregion 

For more than a century, the heavily populated region stretching from Boston to Washington, DC, has drawn the attention of geographers. In his 1915 book Cities in Evolution, Patrick Geddes gave the swath of urban development running from Boston to New York the decidedly unlovely term “conurbation.” In 1961, French geographer Jean Gottman called the region a “megalopolis.” And in 1967, Herman Kahn gave the whole corridor the equally unlovely name “BosWash.” 

It would take another three decades before these boundary-busting phenomena began receiving more comprehensive academic attention, but the pace has been picking up over the last 20 years as the University of Pennsylvania, the Lincoln Institute, and others have worked to advance people’s understanding of what megaregions are and how they function. 

Definitions vary of what, exactly, constitutes a megaregion, but they are generally defined as regional economies that clearly extend beyond an individual metropolitan area. “I think of megaregions as a way of thinking about space, more than as real things that are out there,” says Carbonell. “I see it as a construct and a tool, [but] megaregions are not fixed and they change.” 

Researchers have used a variety of innovative approaches to identify and delineate individual megaregions. One analysis looked at the commuting habits of more than 4.2 million Americans to identify megaregions. Another used satellite imagery to identify contiguously lighted urban agglomerations across the globe, then—with a sort of Seussian whimsy—gave those places names like So-Flo, Chi-Pitts, Char-Lanta, Tor-Buff-Chester, and Am-Brus-Twerp (Florida, Gulden, and Mellander 2008). To estimate economic activity in each megaregion, that study combined the satellite-imaged light footprints with population and GDP data, extrapolating a “Light-based Regional Product.” It also used the number of patent registrations and highly cited scientific authors in each megaregion as a measure of technological and scientific innovation. 


The 13 U.S. megaregions identified in the recently published Lincoln Institute
book Megaregions and America’s Future. Credit: Ming Zhang.

At this point, researchers have identified about 40 megaregions around the world (see sidebar). In Megaregions and America’s Future, the authors focus on 13 megaregions in the United States (see map). Those are the venerable Northeast; Piedmont Atlantic, a southern stretch that includes sections of Georgia, Alabama, Tennessee, and the Carolinas; Florida; Great Lakes; Gulf Coast; Central Plains; Texas Triangle; Front Range in Colorado; Basin and Range (Utah and Idaho); Cascadia (the Pacific Northwest from Portland to Vancouver, BC); Northern California; Southern California; and Arizona’s Sun Corridor (Yaro, Zhang, and Steiner 2022). 

Many of these megaregions have economies that put them within the rankings of the world’s biggest national economies. In 2018, for example, the Northeast megaregion had a GDP of $4.54 trillion—more than that of Germany. The same year, the nearly $1.8 trillion GDP of the Southern California megaregion was larger than that of Canada. In many ways, a megaregion is an increasingly spontaneous and organic unit of organization, one that presents more opportunity than the traditional political divisions that it transcends. 

 


 

Megaregions Around the Globe 

Scholars have identified more than 40 megaregions around the world, and several more are rapidly forming in China, India, and Southeast Asia. Established megaregions include: 

Pentagon, Europe. This region, whose outlines are defined by Paris, London, Hamburg, Munich, and Milan, was identified as an economic and transportation hub in 1999. It covers about 20 percent of the continent and is responsible for 60 percent of its economic output. Several other megaregion models have also been applied and explored in Europe. 

Tokaido, Japan. The corridor between Tokyo and Osaka is home to more than half of the country’s population. Its cities are linked by the Shinkansen high-speed rail network, which has reduced travel time between Tokyo and Osaka from eight hours in the early 20th century to two and a half hours today; a bullet train in development will further reduce the trip to one hour. 

Pearl River Delta, China. The most densely populated urban area in the world, the Pearl River Delta includes Guangzhou, Shenzhen, and Hong Kong. The Chinese government has invested several hundred billion dollars in high-speed rail designed to strengthen connections within and among the Pearl River Delta, Yangtze River Delta, the region around Beijing and Tianjin, and burgeoning megaregions in coastal and inland areas. 

 


 

Collaborating on Climate Mitigation 

One of the most prominent examples of successful initiatives that span a megaregion is the Regional Greenhouse Gas Initiative (RGGI), a cooperative effort to cap and reduce power sector carbon dioxide emissions in New England and the Mid-Atlantic. Known in shorthand as “Reggie,” it is the first mandatory cap and trade program for greenhouse gas emissions in the country and now spans 12 states. 

At the turn of the 21st century, efforts to establish a national cap and trade framework for greenhouse gas emissions were fizzling. In 2003, then–New York Governor George Pataki sent a letter to the governors of other states in the Northeast proposing a bipartisan effort to fight climate change. In 2005, the initial agreement to implement RGGI was signed by the governors of Connecticut, Delaware, Maine, New Hampshire, New Jersey, New York, and Vermont. In 2007, Massachusetts, Rhode Island, and Maryland signed on. 

“I think for the states that recognized that climate change was real and a problem, there was a desire and an appetite to take some leadership,” says Bruce Ho, who heads the Natural Resource Defense Council’s work on RGGI. “Climate change is a global problem, and we need to be acting as much as possible in a coordinated way. But at the same time, there’s a recognition that you have to start somewhere.” 

Even as climate change efforts at the federal level foundered, RGGI got stronger and expanded. In 2014, the participating states reduced the emissions cap by 40 percent and committed to further year-by-year reductions. Then in 2017, the states agreed to aim for an even steeper decline in emissions, and also agreed to extend those emissions reductions efforts through at least 2030. 

Since RGGI began, power plant emissions have decreased by more than 50 percent—twice as much as the national decrease during the same time—and the program has raised over $4 billion by auctioning carbon allowances. That money has been invested in local energy efficiency programs, renewable energy, and other initiatives. Virginia, for example, dedicates half of its RGGI funding to low-income energy efficiency programs and puts the other half toward flood preparedness and sea-level rise mitigation in coastal communities. 

While not immune to criticism, RGGI is “an early example of a megaregion-scale initiative that has held up quite well,” says Carbonell—and it continues to gain momentum. Although then–Governor Chris Christie withdrew New Jersey from RGGI in 2012, the state rejoined in 2020. Virginia joined in 2021, and Pennsylvania followed this year. Leaders in North Carolina, spurred by a citizens’ rulemaking petition, are now considering joining RGGI as well. 

Hopes for High-Speed Rail 

One of the key challenges of megaregions is how people get around within them. Because megaregions can run 300 to 800 miles across, they demand an approach to transportation that has largely been ignored in the United States. “They’re too small to be efficiently traversed by air, and too large to be easily traversed by road,” Yaro says. “And then on top of that, the airports, airspace, and the interstate highway links in these places are highly congested.”  

Putting a new emphasis on high-speed rail, which can reach speeds over 200 miles per hour, will help relieve a transportation system that is groaning under strain nationwide, says Yaro, who is now president of the North Atlantic Rail Alliance, a group advocating a high-speed and high-performance “rail-enabled economic development strategy” for New York and New England. In addition to reducing congestion, highspeed rail can decrease emissions; it can also spur economic development by connecting people with jobs and other opportunities throughout a region. 


A high-speed Shinkansen train in Japan. Credit: Yongyuan Dai via iStock.

Plenty of successful examples of high-speed rail systems exist worldwide. In Japan, for example, the world’s first high-speed rail line—the famous Shinkansen, or bullet train—has linked Tokyo, Nagoya, and Osaka into a single megaregion. The system, which now carries over 420,000 passengers each weekday, will mark its 60th year of service in 2024. In Europe, nine countries now operate high-speed rail on more than 5,500 miles of track. Perhaps no country has embraced high-speed rail as enthusiastically as China. Since just 2008, its government has built a system that reaches practically every corner of the sprawling country on more than 23,500 miles of track—and counting. 

In the United States, an early realization of the concept’s potential has been slow to gain traction. In 1966, U.S. Senator Claiborne Pell of Rhode Island proposed a high-speed line between Boston and Washington in his book, Megalopolis Unbound: The Supercity and the Transportation of Tomorrow. In 2000, Amtrak started Acela service between Boston and Washington. Because it reaches 150 miles per hour, it qualifies as high-speed rail—yet it hits that upper limit over only about 34 miles of the 457-mile route. The Acela’s average speed is just 70 miles per hour. 

Plans for intercity high-speed rail have been considered or are underway in other regions; the Texas Central Line would connect Dallas and Houston, while the Brightline West project would link Southern California to Las Vegas. Elsewhere in California, construction is underway on an ambitious line that will connect San Francisco and Los Angeles, with a second phase extending the line north to Sacramento and south to San Diego. But challenges related to funding, politics, and logistics have meant that high-speed rail has barely made it out of the blocks. 

Early versions of last year’s infrastructure bill included $10 billion for high-speed rail, but that was cut during negotiations. While proponents keep pushing for meaningful federal investment in a high-speed network, megaregions can also benefit from investments in existing systems—or “fast-enough rail,” as Barnett dubs it in his book Designing the Megaregion: “There are many transportation improvements that can be made incrementally to give a much better structure to the evolving megaregions.” 

Sharing Solutions in California 

The Northern California Megaregion extends across the cities of the San Francisco Bay Area, Sacramento, and the San Joaquin Valley. The region has seen a dramatic increase in commuters from inland communities like Tracy and Stockton to jobs in the Bay Area, and has some of the nation’s longest average commute times.  

James Corless heads the Sacramento Area Council of Governments, but previously worked for the Metropolitan Transportation Commission, the agency responsible for planning and financing regional transportation in the Bay Area. In the mid-2000s, he says, regional agencies began looking at the swath of cities running from the Bay Area to Sacramento as an emerging megaregion, and gave it a name that put it squarely in the ranks of places like So-Flo and Char-Lanta. “We actually coined the phrase ‘San Framento,’” Corless says. “Everybody hated it. But it got people’s attention.” 

In 2015, the Metropolitan Transportation Commission, Sacramento Area Council of Governments, and San Joaquin Council of Governments signed an MOU to create a Megaregion Working Group. Their goal: to begin tackling issues that transcended the boundaries of the 16 counties and 136 cities they collectively represented.  

It took a while for the effort to gain momentum, precisely because of the sprawling nature of the megaregion. “I kept seeing these megaregion meetings pop up on my calendar and then get canceled,” Corless says. “Because for elected officials to get together from across these 16 counties, it requires an entire day of travel.” 

The arrival of COVID, and the resulting turn toward conducting government business via Zoom, helped bridge that distance and give the effort momentum. “At first, we were struggling a little bit to find our focus,” Corless says. Gradually, though, the participating entities began asking a simple question: “Where are we stronger together?”  

Late in 2021, the Megaregion Working Group announced a list of a dozen transportation-focused projects, from highway improvements to expansion of three regional rail lines. The California high-speed rail system that’s under construction—but far from completion—doesn’t much play into the working group’s plans, Corless says. “I have no doubt that high-speed rail will be a game changer,” he says. But “if we could just get reliable medium-speed rail, we’ll take that.” 

In fact, much of the megaregional effort is more quotidian than flashy infrastructure projects. The partners are focusing on integrating their regional plans and synchronizing their long-range planning cycles. “Because so much of our travel and even our housing markets are now intertwined,” Corless says, “if we’re looking out at the next 25 years, we need to be in sync.” 

The concept of megaregions is coming of age, Corless says, in much the same way that the rise of metropolitan planning organizations helped meet new challenges in the 1960s. “Once American cities suburbanized,” he says, “you couldn’t rely on the central city to do everything. People were more mobile, economies were bigger, and the issues transcended local city and county boundaries.” 

Moving Megaregions Forward 

What will it take to push the megaregion concept—which essentially invites those metropolitan planning organizations to an even bigger table—more squarely into the public consciousness and the policy realm?  

Bob Yaro thinks one answer is the climate crisis, which could push regions to work together in new ways. “I think it takes a crisis to do anything big in this country,” Yaro says. “You read these stories about whole counties running out of water. And that’s only going to get worse. [To address] the climate issue, you need both adaptation and mitigation strategies, and those mitigation strategies probably become most efficacious at the megaregion scale.” 

The RGGI initiative in the Northeast offers one example of how that kind of collaboration can work; the current water crisis in the desert Southwest offers another. There, tough times have, somewhat paradoxically, made for closer connections. Communities and governments have looked toward their neighbors and realized that they can do more together. 

The seven U.S. states that rely on water from the Colorado River, along with Mexico, have historically had an extremely contentious relationship. Yet, while recent headlines scream about impending water catastrophe, those parties have for more than 20 years been quietly working together on agreements intended to minimize the collective damage that they might suffer. A sense of partnership, however tenuous and prone to ongoing tensions, has been supplanting longstanding parochial attitudes toward the river.  

As metro regions melt together and global challenges ramp up, a growing sense of shared fate with historically distant neighbors could help tackle all kinds of problems that might once have seemed insurmountable. 

“I think one of the things we need to do is redefine ‘home,’ and the Southwest is Exhibit A on why that needs to happen,” Yaro says. “I think it’s redefining home at this larger scale. The final boundaries are going to depend on an individual community’s sense of association with their neighbors—but the place doesn’t succeed unless we do that.” 

 


 

Matt Jenkins is a freelance writer who has contributed to the New York Times, Smithsonian, Men’s Journal, and numerous other publications. 

Lead image: The United States seen from space at night. Credit: DKosig via iStock.