Topic: Pobreza e inequidad

El debate sobre la recuperación de plusvalías en América Latina

Martim O. Smolka and Fernanda Furtado, Julio 1, 2003

Una versión más actualizada de este artículo está disponible como parte del capítulo 4 del libro Perspectivas urbanas: Temas críticos en políticas de suelo de América Latina.

La recuperación de plusvalías es un concepto que tiene mayor aceptación día a día y cuyo propósito es recuperar, parcial o totalmente, para el beneficio público, los incrementos en el valor de bienes raíces provenientes de aquellas inversiones o acciones que emergen de la comunidad más que del sector privado. Sin embargo, sobre la base de la experiencia que tiene el Instituto Lincoln en el patrocinio de muchos programas educativos y de investigación relacionados con las políticas de recuperación de plusvalías en América Latina, está claro que el concepto también despierta bastante controversia.

Este artículo aborda algunos de los temas polémicos y constantes que han involucrado a los participantes en un continuo debate sobre la recuperación de plusvalías, que va desde las preocupaciones básicas, tales como la comprensión adecuada de los fundamentos legales para los derechos en bienes raíces, hasta las cuestiones políticas de mayor envergadura que surgen de nuevos o mayores gravámenes sobre los bienes raíces. Asimismo, hay aspectos técnicos involucrados, tales como la distinción entre los incrementos en el valor de los bienes raíces (o plusvalías) que se atribuyen a inversiones públicas específicas o la toma de decisiones a partir de fuentes o factores más generales que influyen en el mercado inmobiliario, así como los desafíos pragmáticos que surgen de la selección de los instrumentos adecuados para las circunstancias apropiadas en el momento justo.

Para comprender mejor el concepto de recuperación de plusvalías, no basta con recurrir solamente a los argumentos técnicos o a la opinión de especialistas o peritos. De igual manera, tampoco se puede desestimar la cuestión meramente con fundamentos políticos atribuyendo los obstáculos principales a la implementación de políticas sobre la recuperación de plusvalías a grupos de interés con una posición privilegiada. Más bien, una parte considerable de la “discrepancia inexplicable” en la aplicación de la recuperación de plusvalías parece deberse a falta de información o a un concepto erróneo por parte de los actores fundamentales del debate.

La Figura 1 resume 10 problemas contenciosos de la recuperación de plusvalías; los puntos 1, 2 y 3 se comentan brevemente a continuación.

Gravámenes Injustos para Personas de Escasos Recursos

Aunque en América Latina está disminuyendo el apoyo a los subsidios directos o subvenciones para personas de escasos recursos, muchos siguen sosteniendo que estas personas no deben pagar los servicios municipales, o deben ser exonerados del pago de impuestos y demás gravámenes sobre su propiedad, tal como lo estipulan varias políticas y leyes más progresistas sobre la recuperación de plusvalías.

Uno de los argumentos más comunes a favor de exceptuar a las personas de escasos recursos de dichos gravámenes genera un dilema entre generaciones: dado que los ciudadanos con mayor poder adquisitivo han disfrutado durante muchos años de los servicios municipales en forma gratuita, ¿por qué los menos privilegiados deben pagar ahora los servicios que necesitan y merecen? Otro argumento se centra en la idea de que la mayoría de los incrementos sobre bienes raíces en áreas humildes de hecho han sido generados por los mismos pobres, mediante la aportación de mano de obra propia o proyectos particulares para tener acceso a los servicios básicos en su área, y no mediante la intervención pública. Algunos reconocen que los programas de mejoramiento urbano simplemente conducen a los asentamientos humildes a la primera etapa del proceso de urbanización, lo cual constituye sólo un requisito mínimo indispensable para participar en los mercados inmobiliarios comunes. Otros creen que hasta un instrumento de recuperación de plusvalías socialmente neutral puede producir un resultado regresivo, lo que entonces perpetuaría la diferencia entre ricos y pobres en el contexto de acceso injusto a las instalaciones y servicios urbanos, como es el caso en la mayoría de las ciudades de América Latina (Furtado 2000).

En el otro extremo están aquellos que piensan que los pagos por recuperación de plusvalías forman parte de los reclamos que hace el sector de escasos recursos por una ciudadanía de pleno derecho, que incluya el derecho de exigirle al gobierno que le preste atención. Son muchos los ejemplos de sectores menos privilegiados que han estado verdaderamente dispuestos a pagar por los servicios recibidos (tales como sistemas de suministro de agua, alumbrado público y control de inundaciones), dado que el costo de no tener acceso a los mismos es mayor que el pago por tenerlos. Esto fue lo que ocurrió en Lima, Perú, a principios de los años noventa, en donde más de 30 comunidades humildes participaron en un programa de servicios públicos que incluía el pago del costo de los servicios suministrados.

Un argumento más teórico y tal vez menos intuitivo considera el efecto de capitalización de todo gravamen en los precios de los bienes raíces. Dicho efecto es la reducción (o incremento) del precio actual de los bienes raíces en el mercado debido a la suma capitalizada o descontada de los costos (o beneficios) que afecta las ganancias previstas que las propiedades podrían generar en el futuro. En la medida en que los gravámenes sobre la recuperación de plusvalías para áreas regularizadas o mejoradas (reclasificadas) se incluyan en las expectativas relacionadas con los futuros impuestos sobre tierras sin servicios compradas a parceladores ilegales o piratas, se tendería a capitalizar dichos gravámenes en el precio que los compradores estarían dispuestos a pagar o el que el parcelador pudo cobrar (Smolka 2003). Si bien los pobres al final terminarían pagando el mismo monto, el dinero sería destinado al tesoro público local en vez de al bolsillo del parcelador.

Incidentemente, una opinión muy común pero errónea sostiene que dichos gravámenes (recuperación de plusvalías o impuesto inmobiliario) son inflacionarios o incrementan el precio de los bienes raíces en el mercado. Si bien el efecto de capitalización es complicado, la mayoría de las personas podrán comprender el ejemplo en el que se comparan dos departamentos que, en otras circunstancias, serían idénticos: el que está ubicado en un edificio con gastos comunes más altos tendría un alquiler más bajo en el mercado que el departamento con gastos comunes más bajos. El mismo razonamiento puede aplicarse para explicar por qué no existe la doble tributación entre la recuperación de plusvalías y el impuesto inmobiliario. El incremento significativo sobre el valor de los bienes raíces que resulta de una intervención pública se acumula o se agrega al precio mínimo observado en el mercado actual, que ya es un neto del efecto capitalizado de todo beneficio o pago futuro previsto, incluido el impuesto inmobiliario.

Derechos Adquiridos Cuando Cambia el Uso del Inmueble

A pesar de que pocos argumentarían que las expectativas son un factor crucial en la determinación de los precios de los inmuebles, se considera ampliamente injusto si la compensación de precio se ubica por debajo de los precios del mercado actual. Esta idea está comenzando a cambiar, tal como se refleja en la legislación reciente. Por ejemplo, la Ley 338 de 1997 en Colombia permite la adquisición pública de bienes raíces a precios justos del mercado, pero sin incluir el incremento del valor del inmueble resultante de inversiones públicas previas o de cambios en los usos normativos de la tierra (ver el artículo de Maldonado y Smolka, página 15). El mismo principio se establece en el nuevo Estatuto Municipal de Brasil (Ley 10.257 de 2001) cuando la expropiación de la tierra se usa como sanción contra un propietario que no cumple con los usos sociales de la tierra. Muchos abogados están de acuerdo en que las expectativas no crean derechos; por lo tanto, las expectativas no materializadas no deberían ser compensadas. La preocupación social acerca de la adquisición pública de bienes raíces que llevó a la postergación del nuevo megaproyecto propuesto para el aeropuerto de la Ciudad de México ilustra vívidamente este problema.

Es difícil para el típico propietario, que en buena fe compró una parcela de tierra con la expectativa de usar su potencial de desarrollo, entender por qué no debería ser compensado por la pérdida de esa tierra al precio vigente del mercado o al menos al precio de adquisición, aunque los derechos de desarrollo no hayan sido ejercidos. Sin embargo, a menudo el resultado depende del grado en que la nueva política haya sido efectivamente implementada. En la práctica, los precios reflejan las expectativas relacionadas con el cumplimiento (usualmente insatisfactorio) de la legislación existente, incluidas las discrepancias legales o lagunas impositivas en el contexto normativo y fiscal correspondiente. Éste ha sido el caso en la mayoría de las decisiones de la corte referidas a la justa compensación en los procesos de adquisición pública de bienes raíces y en las demandas de los propietarios (o de promotores inmobiliarios) sobre quienes los administradores locales imponen gravámenes de plusvalía. Un argumento más pragmático es que los derechos pueden en efecto estar restringidos por una nueva legislación o normativa de zonificación, siempre y cuando esté acompañada por reglas de transición adecuadas para proteger los derechos de aquellos que tenían demandas legítimas previas. Otros defienden el proceso de transición como un paso indispensable para permitir que el mercado absorba gradualmente tales cambios.

Los economistas luchan para transmitir la importancia de las expectativas al determinar la estructura de los precios actuales observados de los bienes raíces. La manera en que el futuro afecta los precios actuales de los inmuebles es de hecho más difícil de expresar al público en general que la noción de que los precios actuales reflejan derechos, como se hacía en propiedades comparables en el pasado. En América Latina las expectativas asociadas con los usos de la tierra no siempre están relacionadas con los códigos de zonificación o edificación, sino más bien con la especulación inmobiliaria. Sería de interés señalar que mientras la especulación en América Latina está asociada con la retención a largo plazo de los bienes raíces, en América del Norte, en cambio, está más asociada con la rapidez en la compra y venta de las propiedades. El fenómeno de la retención del inmueble para su desarrollo futuro, con la consiguiente apropiación privada de la plusvalía en los valores de los bienes raíces, ha obstaculizado el planeamiento y el desarrollo urbano desde que las ciudades comenzaron a expandirse rápidamente hace varias décadas.

Compensación Asimétrica para las Minusvalías

El debate acerca de la recuperación de plusvalías (es decir, recuperar los incrementos en el valor de los bienes raíces, las ganancias o las plusvalías) hace surgir inevitablemente esta pregunta: ¿qué pasa con las minusvalías? La percepción corriente es que los gobiernos están más ansiosos por aprobar la legislación para recuperar las plusvalías que por brindar protección legal a los ciudadanos contra expropiaciones o compensaciones arbitrarias en los casos de pérdidas igualmente predecibles (minusvalías). El informe de América Latina ha demostrado, sin embargo, que el balance entre las plusvalías recuperadas y las minusvalías pagadas es claramente negativo. La suma pagada en compensación a los propietarios sobrepasa en mucho a las ganancias pequeñas y esporádicas que el sector público ha logrado recuperar de los beneficios directos que genera para las propiedades privadas.

Todos los alquileres, y precios de los bienes raíces en este sentido, no son en esencia más que plusvalías acumuladas, o incrementos en el valor de los bienes raíces, a lo largo del tiempo, lo que hace eco del argumento de Henry George para la confiscación total de los alquileres inmobiliarios. Así, las minusvalías alegadas son consideradas incidentales y sólo parte de un valor con respecto al cual los derechos individuales no son (o no deberían ser) absolutos. El debate acerca de esta asimetría con lleva directamente a la definición correcta de las minusvalías y a la manera en que son entendidas estas pérdidas, lo cual hace surgir la cuestión de los derechos de desarrollo. Mientras que algunos desean restringir la compensación por las mejoras en la tierra y en los inmuebles que el propietario podría perder, otros argumentan que los derechos de desarrollo son un atributo inherente e incuestionable de los bienes raíces.

En la práctica no es fácil justificar estos argumentos. Lo que puede ser válido para la totalidad no lo es necesariamente para cada parte, ya que los propietarios individuales consideran como una pérdida en el valor de los bienes raíces cuando, por ejemplo, una autopista amurallada pasa a través de su terreno o un viaducto bloquea la vista y produce ruido y contaminación. El ciudadano promedio no se convence fácilmente con los argumentos antedichos. El reclamo por un tratamiento equitativo y simétrico es social y culturalmente demasiado delicado como para ser ignorado.

La transferencia de los derechos de desarrollo (TDD) –un instrumento concebido originalmente para compensar las minusvalías provenientes de ordenanzas históricas, arquitectónicas, culturales y de protección del medio ambiente para las plusvalías de otro sector– ahora se ha ampliado para mitigar otros reclamos legítimos de compensación de minusvalías. Algunos argumentan que la compensación ordinaria para las minusvalías es una garantía, lo que hace así más fácil aceptar pagos por pérdidas. Según el principio de la equidad, las decisiones de planeamiento, incluidos los esquemas de zonificación, están reconocidas como potencialmente injustas con respecto a la distribución de los valores en los mercados inmobiliarios. Por más ingenioso que pueda parecer el instrumento de la TDD, no permite aclarar las cuestiones en juego. Por el contrario, acentúa el debate, pues reconoce el derecho de que las minusvalías sean compensadas a la vez que sanciona el derecho de los individuos a las plusvalías, por lo que replantea la cuestión de las apropiaciones privadas de los valores comunitarios.

Comentarios Finales

El complejo debate sobre las políticas e instrumentos de recuperación de plusvalías en América Latina indica que queda mucho por investigar y aprender. Si bien la cuestión no tiene necesariamente una única respuesta, los argumentos presentados aquí demuestran que una parte significativa de la resistencia a tales ideas puede ser atribuida a prejuicios y falta de información. A pesar de que las posiciones mantenidas por los diferentes grupos no son tan claras ni tan coherentes como sería de esperar, las percepciones y las actitudes sí cambian, como lo demuestra el artículo adjunto.

Martim O. Smolka es Senior Fellow y Director del Programa del Instituto Lincoln para América Latina y el Caribe. Fernanda Furtado es Fellow del Instituto y profesora del Departamento de Urbanismo de la Universidad Fluminense Federal en Niteroi, Brasil.

Faculty Profile

Paulo Sandroni
Paulo Sandroni, Abril 1, 2009

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Presupuesto participativo y políticas de poderes en Porto Alegre

William W. Goldsmith and Carlos B. Vainer, Enero 1, 2001

Una versión más actualizada de este artículo está disponible como parte del capítulo 6 del libro Perspectivas urbanas: Temas críticos en políticas de suelo de América Latina.

En octubre del año 2000, los ciudadanos de casi la mitad de las 60 principales ciudades brasileñas, agraviados por décadas de pobreza y ola delictiva, además de pésimos sistemas de provisión de viviendas, asistencia sanitaria y educación, y de falta de planificación de la infraestructura y de acceso a servicios básicos, eligió como alcaldes a representantes de partidos izquierdistas destacados por su labor de apoyo, honestidad y transparencia. Si bien es cierto que estos gobiernos de reforma están introduciendo nuevas esperanzas y expectativas, también es cierto que se enfrentan a una herencia de desconfianza generalizada hacia los políticos y burócratas municipales, quienes tradicionalmente han estado acusados de negligencia y corrupción. Asimismo, confrontan perspectivas fiscales sombrías en forma de una baja facturación impositiva, débiles transferencias federales, y mercados de suelos urbanos que producen segregación y desigualdades profundas.

El partido de izquierda predominante, Partido de los Trabajadores (en portugués, Partido dos Trabalhadores o PT), conservó las cinco ciudades mayores que había ganado en las elecciones de 1996 y adquirió doce más. Estos municipios del PT aspiran a universalizar los servicios, dejando de lado los tradicionales métodos de decisiones tomadas “desde arriba” y otorgando a los residentes un papel activo en sus gobiernos locales. A lo largo del proceso, están reinventando la democracia local, vigorizando la política y alterando significativamente la distribución de recursos políticos y simbólicos. Quizás el caso más notable es el de Porto Alegre, capital de Rio Grande do Sul (estado más meridional de Brasil), donde el PT ganó su cuarto período consecutivo con el 66 por ciento de los votos, un ejemplo que puede haber animado a los brasileños de otras ciudades a votar también por reformas democráticas.

Al igual que las ciudades de otras partes, Porto Alegre refleja su cultura nacional en sus patrones de uso de la tierra, estructura económica y distribución del poder político. El mayor sistema social de Brasil emplea mecanismos complejos para garantizar que sus ciudades continúen siguiendo las mismas leyes, normas y lógica que organizan la sociedad dominante. Dado que muchos aspectos de la sociedad brasileña están cargados de injusticias y desigualdades, la ciudad tiene que estar constantemente atendiendo los efectos de estas fuerzas políticas y económicas de mayor alcance.

Al mismo tiempo, ninguna ciudad es una reflexión pura de su estructura social nacional. Cualquier ciudad puede ocasionar y reproducir desigualdades e injusticias, de la misma manera que puede estimular estructuras sociales y relaciones económicas dinámicas. Hasta donde la ciudad (y especialmente su gobierno) esté en control de las acciones, puede haber efectos positivos o negativos. Por ejemplo, en ningún segmento del código social brasileño está escrito que sólo se pavimentarán las calles de las vecindades de clases altas o medias, ni tampoco que el suministro de agua llegará únicamente a los rincones más privilegiados de la ciudad.

Presupuesto participativo

En Porto Alegre, un frente popular encabezado por el PT puso en práctica el “presupuesto participativo”, sistema mediante el cual miles de residentes pueden participar cada año en asambleas públicas para decidir el destino de la mitad de los fondos presupuestarios municipales, asumiendo así una mayor responsabilidad por el gobierno de su propia comunidad. Esta reforma simboliza una amplia variedad de cambios municipales y presenta una alternativa tanto al centralismo autoritario como al pragmatismo neoliberal. Los vecinos toman decisiones sobre asuntos locales prácticos como mejoras de calles o parques, y sobre otras cuestiones más complejas que atañen a la ciudad. El proceso, argumenta el PT, despierta la conciencia de la gente sobre otras oportunidades para vencer la pobreza y las desigualdades que ponen tanta miseria en sus vidas.

El proceso del presupuesto participativo en Porto Alegre comienza con la presentación formal por parte del gobierno del plan de inversiones aprobado para el año anterior, y de su plan de inversiones y presupuesto para el año en curso. Los delegados elegidos de cada una de las 16 asambleas de distrito se reúnen durante el año para determinar las responsabilidades fiscales de los departamentos de la ciudad. Estudian dos categorías: la primera se compone de las doce áreas temáticas principales del distrito o sus vecindades (p. ej., pavimentación de calles, construcción de escuelas, parques, suministro de agua potable y sistemas de alcantarillado), mientras que la segunda trata de proyectos que afectan la ciudad entera (líneas de tránsito, gastos de limpieza de las playas, programas de asistencia a personas sin hogar, etc.). Para alentar la participación ciudadana, las reglas establecen que el número de delegados es aproximadamente proporcional al número de vecinos que asistan a la reunión de la elección.

El reparto de los recursos entre los distritos sigue las prioridades definidas mediante debate popular: en 1999 se nombraron como “prioritarias” las cuestiones de población, pobreza, carencia de servicios (p. ej., falta de pavimentos), y necesidades de la ciudad entera. La relación tensa que existe entre el ayuntamiento y los ciudadanos ha conducido a una mayor participación popular, y cada año el presupuesto participativo adquiere una tajada mayor del presupuesto total de la ciudad. Las prioridades han cambiado de una manera nunca antes prevista por los alcaldes ni por sus equipos gubernamentales.

Entre los participantes del proceso figuran miembros del partido de gobierno, profesionales, tecnócratas, ciudadanos de la clase media y un número desproporcionado de la clase pobre trabajadora (pero menos de las clases muy pobres). El proceso atrae y estimula la acción política de muchos que no apoyan al partido de gobierno, en contraste con el antiguo sistema de patrocinio que utiliza los presupuestos de las ciudades para pagar los favores de los partidarios. Como un indicador del éxito del sistema de Porto Alegre, se ha observado un aumento muy significativo en el número de participantes, desde apenas unas 1000 personas en 1990 a 16.000 en 1998 y 40.000 en 1999.

A lo largo del camino, el proceso participativo se ha autoreforzado. Por ejemplo, cuando ciertos residentes notaron con molestia que a los habitantes de ciertas zonas de la ciudad les habían pavimentado las calles o les habían asignado una nueva parada de autobús, descubrieron que los beneficiados habían sido justamente los únicos en acudir a las reuniones presupuestarias. En los años siguientes se incrementó la asistencia a las reuniones, lo cual expandió los intereses representados en los votos y aumentó la satisfacción ciudadana. Para los funcionarios es también un alivio, ya que los residentes mismos confrontan decisiones de suma cero: presupuestos fijos que deben asignar a necesidades importantes como el asfaltado de las calles, el aumento de aulas escolares o el establecimiento de programas de ayuda para las personas sin hogar.

Como nota interesante, el sistema de presupuesto participativo en Porto Alegre está teniendo éxito incluso ante la considerable hostilidad mostrada por un Concejo municipal conservador y los constantes ataques por parte de periódicos y programas televisivos de derecha, todos cuestionando los beneficios de la participación y ensalzando los mercados no regulados. El gobierno municipal depende del soporte de los participantes y sus vecinos, de las radiodifusoras y de las muchas personas que se opusieron a dos décadas de dictadura militar, desde 1964 hasta 1985. Al optar por cuatro gobiernos reformistas consecutivos, la mayoría de la población ha logrado ejercer presión sobre un Concejo municipal hostil para que vote a favor de las propuestas presupuestarias del alcalde, manteniendo así la integridad de la orientación progresiva.

Cambios en las condiciones materiales

En 1989, pese a sus altos índices comparativos de alfabetismo y esperanza de vida, las condiciones en Porto Alegre reflejaban la desigualdad y segregación económica de otras ciudades brasileñas. Un tercio de la población vivía en barrios bajos de la periferia urbana carentes de servicios básicos, aislados y distantes de la zona pudiente en el centro de la ciudad. A pesar de este trasfondo, las innovaciones del PT han logrado una mejoría -aunque moderada- del nivel de vida de algunos de los ciudadanos más pobres. Por ejemplo, entre 1988 y 1997 el suministro de agua a los hogares de Porto Alegre pasó de un 75 por ciento a un 98 por ciento de todas las residencias; el número de escuelas se ha cuadruplicado desde 1986; se han construido nuevas unidades de vivienda pública (éstas albergaban apenas 1700 nuevos residentes en 1986, frente a 27 000 residentes adicionales en 1989); a través de la intervención municipal se facilitó un arreglo con compañías autobuseras privadas para que mejoraran el servicio prestado a las vecindades periféricas de escasos recursos. Además, el uso de canales de circulación “únicamente para autobuses” ha mejorado los tiempos de desplazamiento domicilio-trabajo y los autobuses recién pintados son símbolos muy visibles de los poderes locales y los intereses públicos.

Porto Alegre se ha valido de su solidaridad participativa para permitir la participación ciudadana en decisiones sobre el desarrollo económico que en el pasado hubieran estado dominados por intereses políticos y económicos centralizados. La ciudad rechazó la construcción de un hotel de cinco estrellas en los terrenos de una planta de energía abandonada, prefiriendo utilizar el bien situado promontorio para construir un parque público y una sala de convenciones que sirven ahora como nuevo símbolo de la ciudad. Además, al presentársele una propuesta de demolición de barrios para dar cabida a un gran supermercado, la ciudad impuso requisitos costosos y estrictos para la reubicación de las viviendas, requisitos que están siendo cumplidos por el supermercado. Como otro ejemplo, a pesar de las promesas de nuevos empleos y de presiones ideológicas de la compañía Ford Motor, la cercana municipalidad de Guíaba no aceptó la propuesta para una nueva planta automovilística, argumentando, según los principios políticos establecidos en Porto Alegre, que los subsidios requeridos podrían aplicarse con mayor justificación a otras necesidades de la ciudad. (En agosto de 2000, una investigación estatal declaró la “no culpabilidad” del alcalde por la pérdida de la inversión de la Ford.)

No obstante, una serie de restricciones desalentadoras en el ambiente político y económico brasileño continúan limitando las ganancias del crecimiento económico, demandas por mano de obra y trabajos de calidad. Al compararse Porto Alegre y Rio Grande do Sul con las ciudades capitales cercanas y sus estados durante los años 1985-1986 y 1995-2000, se observan pocos contrastes notorios. En general, ha habido un estancamiento del producto interior bruto (PIB) y una disminución del PIB per cápita. El desempleo aumentó y disminuyeron tanto la participación en la fuerza de trabajo como en la tasa de empleo formal.

En vista de este limitado alcance de mejoras económicas, ¿cómo podemos explicar el sentimiento de optimismo y triunfo que circula en el aire de Porto Alegre? Claramente, el éxito de la experiencia que está teniendo la ciudad con el gobierno local refuerza la democracia participativa. Pensamos que el éxito del PT radica en la manera en que los participantes están redefiniendo los poderes locales, con un número creciente de ciudadanos convirtiéndose simultáneamente en sujetos y objetos, iniciadores y receptores, de forma que puedan tanto gobernar como beneficiarse directamente de sus propias decisiones. Esta reconfiguración es inmediatamente discernible en los procedimientos, métodos y funcionamiento del gobierno local.

Al cabo de 12 años, Porto Alegre ha cambiado no sólo la manera de hacer las cosas sino también las cosas mismas; no sólo la manera de gobernar la ciudad, sino la ciudad misma. Porto Alegre ofrece una opción auténtica a la gestión gubernamental, una que rechaza no sólo el modelo de planificación centralista, tecnocrático y autoritario de la dictadura militar, sino también el modelo neoliberal competitivo y pragmático del “Consenso de Washington” seguido aún por el gobierno nacional. Este modelo impone la ortodoxia del Fondo Monetario Internacional (FMI) y requiere imperativos de “ajuste estructural” en forma de libre comercio, privatización, límites estrictos al gasto público y altas tasas de interés, todo lo cual empeora las condiciones de las clases pobres.

Mientras la mayoría de la ciudades brasileñas continúan distribuyendo facilidades y asignando servicios con evidente parcialidad y poca atención hacia las vecindades pobres, la reconfiguración de los poderes en Porto Alegre está comenzando a reducir las desigualdades espaciales mediante cambios en los patrones de provisión de servicios y uso del suelo. Es de esperar que el efecto de tales acciones se haga sentir en las estructuras formales de la ciudad, y a la larga en otras ciudades y en la sociedad brasileña en general.

Nuevas formas de poder local

Usualmente los recursos políticos y simbólicos están monopolizados por quienes controlan el poder económico. Sin embargo, las administraciones municipales radicalmente democráticas como las de Porto Alegre pueden invertir los poderes para bloquear el favorecimiento y el refuerzo del privilegio. Pueden interferir con la estricta solidaridad del poder político y económico, reducir la apropiación privada de los recursos, y promover la ciudad como un cuerpo dinámico colectivo y socialmente dinámico. En otras palabras, la administración de una ciudad podría oponerse a las acciones de grupos urbanos dominantes -intereses de agentes de bienes raíces y otros que utilizan las varias formas de apropiación privada de los recursos públicos para su propio beneficio. Entre dichas acciones figuran la consignación de infraestructura en favor de las vecindades pudientes, la privatización de recursos escénicos y ambientales, y la captura de los incrementos del valor del suelo (plusvalías) resultantes de inversiones públicas e intervenciones reglamentarias. Así, una administración de ciudad que está reconfigurada y orientada al público, permite el acceso al poder local para los grupos tradicionalmente excluidos. Tal cambio constituye una cuasi-revolución, con consecuencias que aún no pueden ser medidas ni valoradas adecuadamente por activistas o municipios esperanzados.

¿Son las experiencias de Porto Alegre con la reforma municipal, el sistema de presupuesto participativo y la planificación democrática del uso del suelo idiosincráticas, o constituyen estas innovaciones una promesa de mejoras más amplias en la política brasileña conforme otros ciudadanos establecen sus expectativas y mejoran la estructura de sus gobiernos? El Banco Interamericano de Desarrollo (BID) está alentando a ciudades de toda América Latina a participar en sistemas de presupuesto participativo, en seguimiento al ejemplo de Porto Alegre. ¿Pueden las administraciones locales con orientación reformista vencer los obstáculos de las restricciones de los mercados internacionales y de la política nacional? Al recomendar los aspectos formales y de procedimiento de la técnica del presupuesto participativo, ¿está el BID sobreestimando los logros económicos prácticos y subestimando las dimensiones simbólicas y políticas de la democracia radical?

La lección de la reforma urbana en Porto Alegre emerge no sólo directamente del mercado económico en forma de nuevas experiencias con el poder, nuevos actores políticos, y nuevos valores y significados para las condiciones de sus ciudadanos. Esos ciudadanos, que sopesan sus expectativas frente a condiciones macroeconómicas de estancamiento, pueden también tener esperanza en la potencial erradicación de las desigualdades espaciales y sociales en el acceso a los servicios. Estas nuevas formas de ejercicio de poder político y de denunciar problemas de uso del suelo y del gobierno ofrecen a los residentes de la ciudad la capacidad de hacer una diferencia en sus propias vidas.

Referencias

Rebecca N. Abers. 2000. Inventing Local Democracy. Grassroots Politics in Brazil. Boulder: Lynne Rienner.

Gianpaolo Baiocchi. 1999. “Transforming the City”, original inédito. Universidad de Wisconsin (septiembre).

Boaventura de Sousa Santos. 1998. “Participatory Budgeting in Porto Alegre”, Politics and Society 26, 4 (diciembre): 461-510.

William W. Goldsmith es profesor del Departmento de Planificación de Ciudad y Regional de la Universidad de Cornell. Carlos Vainer es profesor del Instituto de Planificación e Investigación Urbana y Regional de la Universidad Federal de Rio de Janeiro. En diciembre de 1999, ambos participaron en un seminario organizado por la ciudad de Porto Alegre y copatrocinado por el Instituto Lincoln y la Red de Planificadores, una asociación norteamericana de planificadores urbanos, activistas y expertos que trabajan en pro de la igualdad y el cambio social.

The Value Capture Debate in Latin America

Martim O. Smolka and Fernanda Furtado, Julio 1, 2003

Value capture is an increasingly popular concept that seeks to capture for public benefit all or part of the increments in land value resulting from community, rather than private, investments and actions. Yet, based on the Lincoln Institute’s experience in sponsoring many educational and research programs dealing with value capture policies in Latin America, it is also quite controversial.

This article addresses some of the contentious and persistent issues that have engaged participants in the ongoing debate over value capture, ranging from basic concerns, such as the proper understanding of the legal basis for land property rights, to larger political questions raised by new or higher charges on real estate property. Technical issues also are involved, such as distinguishing land value increments (or plusvalías) attributed to specific public investments or planning decisions from other more general sources or factors that influence land markets, as well as pragmatic challenges that arise in selecting the right instrument for the right circumstances at the right time.

To gain a better understanding of value capture, one cannot rely simply on technical arguments or expert authorities. At the same time, one cannot dismiss the issue on purely political grounds by attributing the main obstacles to the implementation of value capture policies to well-positioned interest groups. Rather, a considerable share of the “unexplained variance” in the application of value capture seems to be the result of inadequate information or misunderstanding held by major stakeholders in the debate.

Figure 1 summarizes 10 contentious value capture issues; items 1, 2 and 3 are discussed briefly below.

Unfair Charges for the Poor

Although support for direct subsidies or grants to the poor is waning in Latin America, many still believe that the poor should not pay for urban services, or should be exempted from taxes and other charges on their land, as is required by many of the more progressive value capture policies and laws.

A common argument in favor of exempting the poor from such charges raises an intergenerational dilemma: since wealthy residents for many years have enjoyed urban services that they did not pay for, why should the poor be charged now for services that they need and deserve? Another argument centers on the idea that most land value increments in poor areas have in fact been generated by the poor themselves, through sweat equity or private schemes to access basic services in their areas, not through public intervention. Some recognize that urban upgrading programs simply bring poor settlements to the first stage of the urbanization process, which is a bare minimum for participation in regular land markets. Others believe that even a socially neutral value capture instrument may produce a regressive result, perpetuating the disparity between the rich and the poor in the context of inequitable access to urban facilities and services, as is the case in most Latin American cities (Furtado 2000).

On the other end of the spectrum are those who argue that value capture payments are part of the poor sector’s claim to full citizenship, including the right to demand attention from the government. There are many examples where the poor have been eager to pay for receiving services (such as water systems, public lighting and flood control) since the cost of not accessing them is perceived to be higher than the actual payment. This was the case in Lima, Peru, in the early 1990s when more than 30 poor communities participated in a public service program that included payment for the cost of the services provided.

A more theoretical and perhaps less intuitive argument considers the capitalization effect of any charge on land prices. That effect is the reduction (or increase) of the current market price of land by the capitalized or discounted sum of the costs (or benefits) affecting the future earnings the property is expected to generate. To the extent that value capture charges on regularized or upgraded areas are integrated in the expectations regarding the future burden imposed on unserviced land bought from illegal or pirate subdividers, they would tend to be capitalized in the price that buyers would be willing to pay or the subdivider was able to charge (Smolka 2003). Although the poor would end up paying the same amount over time, the money would go to the local public treasury rather than the subdivider’s pocket.

Incidently, a common but mistaken view holds that such charges (value capture or land value taxes) are inflationary or increase the market price of land. Although the capitalization effect is complicated, most people can understand a situation comparing two otherwise identical apartments, where the one located in a building with a higher condo fee would get a lower rent in the marketplace than the apartment with a smaller fee. The same line of reasoning may be used to explain why there is no double taxation between value capture and the property tax. The relevant land value increment resulting from some public intervention accumulates or adds to an observed base market price that already is net of the capitalized effect of any anticipated future benefits or burdens, including the property tax.

Acquired Rights When Changing Land Uses

Although few would argue that expectations play a crucial role in determining land prices, it is widely considered unfair if price compensation falls below current market prices. This idea is now beginning to change, as reflected in recent legislation. For example, Law 388 of 1997 in Colombia allows for public acquisition of land at fair market prices, but not including the increment of land value resulting from previous public investments or changes in regulatory land uses (see article by Maldonado and Smolka, page 15). The same principle is stated in Brazil’s new City Statute (Law 10.257 of 2001) when land expropriation is used as a sanction against a landowner who is not complying with social uses of the land. Many lawyers agree that expectations do not create rights; therefore, expectations not realized should not be compensated. The social unrest around public land acquisition that led to the postponement of Mexico City’s proposed new airport mega-project vividly illustrates this problem.

It is hard for the typical landowner who in good faith bought a piece of land with the expectation of using its development potential to understand why he should not be compensated for the loss of that land at the current market price or at least the acquisition price, even if the development rights had not been exercised. However, the result often depends on the extent to which the new policy is actually implemented. In practice, prices reflect expectations regarding the (usually weak) enforcement of existing legislation, including legal variances or loopholes in the relevant fiscal and regulatory environment. This has been the case in most court decisions regarding fair compensation on public land acquisition processes and on claims from landowners (or developers) on whom local administrations impose plusvalías charges. A more pragmatic argument is that rights may indeed be restricted by a new legislation or zoning code, as long as it is accompanied by adequate transition rules to protect the rights of those who had previous legitimate claims. Others defend the transition process as an indispensable step toward allowing the market to gradually absorb such changes.

Economists struggle to convey the importance of expectations in determining the structure of current observed land prices. How the future affects current land prices is in fact harder to express to the general public than the notion that current prices reflect rights as realized in comparable properties in the past. In Latin America expectations associated with land uses are not always related to zoning or building codes, but rather to land speculation. It may be of interest to note that whereas speculation in Latin America is associated with long-term retention of land, in North America it is associated more with rapid turnover of properties. The phenomenon of land retention for future development, with the consequent private appropriation of unearned increments in land values, has stymied urban planning and development ever since cities began expanding rapidly over many decades.

Asymmetrical Compensation for Wipeouts

The debate over value capture (i.e., capturing land value increments, windfalls or plusvalías) inevitably raises the question: What about the wipeouts (minusvalías)? The common perception is that governments are more eager to approve legislation to capture land value increments than to provide legal protections for citizens against takings or arbitrary compensation for equally predictable losses (minusvalías). The Latin American record has shown, however, that the balance between the plusvalías captured and the minusvalías paid for is clearly negative. The amount paid in compensation to landowners surpasses by far the small and sporadic gains the public has been able to recover from the direct benefits it generates for private properties.

All rents, and land prices for that matter, are in essence nothing more than accumulated plusvalías, or land value increments, over time, echoing Henry George’s argument for full confiscation of land rents. Thus, the alleged minusvalías are considered incidental and just part of a value to which individual rights are not (or should not be) absolute. The debate on this asymmetry bears directly on the proper definition of wipeouts and on how those losses are understood, which raises the issue of development rights. While some are willing to restrict the compensation for land and building improvements that the owner may lose, others argue that development rights are permanently built in as an inherent attribute of the land.

In practice it is not easy to make these arguments. What may be valid in the aggregate does not necessarily hold true for the part, since individual landowners consider it a loss in land value when, for example, a walled expressway cuts across their back yard or a viaduct blocks their view and produces noise and pollution. The average citizen is not easily convinced by the above arguments. The quest for symmetrical treatment is too socially and culturally sensitive to be ignored.

Transfer of development rights (TDRs)—an instrument originally conceived for compensating minusvalías from historical, architectural, cultural or environmental preservation ordinances for plusvalías somewhere else—has now been extended to mitigate other legitimate claims for minusvalías compensation. Some argue that regular compensation for wipeouts is a guarantee, making it easier to accept payments for windfalls. Under the equity principle, planning decisions including zoning schemes are recognized as potentially unfair with regard to the distribution of values in land markets. However ingenious the TDR instrument may appear, it does not help clarify the issues at stake. On the contrary, it adds to the debate since it simultaneously recognizes the right for minusvalías to be compensated and sanctions the right of individuals to plusvalías, reintroducing the question of private appropriations of community values.

Final Comments

The complex debates over value capture policies and instruments in Latin America indicate that much remains to be researched and learned. If the issues do not necessarily have a single answer, the arguments discussed here demonstrate that a significant portion of the resistance to such ideas may be attributed to misconceptions and insufficient information. Although the positions taken by different groups are not as clear-cut or coherent as expected, perceptions and attitudes do change, as the accompanying article indicates.

Martim O. Smolka is a senior fellow and director of the Lincoln Institute’s Program on Latin America and the Caribbean. Fernanda Furtado is a fellow of the Institute and a professor in the Urbanism Department at the Fluminense Federal University in Niteroi, Brazil.

References

Furtado, Fernanda. 2000. Rethinking value capture policies for Latin America. Land Lines 12 (3): 8–10.

Smolka, Martim O. 2003. Informality, urban poverty and land market prices. Land Lines 15 (1): 4–7.

Figure 1: Contentious Propositions and Commentaries on Value Capture

Proposition Commentary

1. It is unfair to charge the urban poor who benefit from regularization or upgrading programs. Evidence shows that expectations regarding publicly funded future upgrading programs lead to higher markups or premiums on current land prices in irregular or illegal settlements. Charging for such benefits would simply switch the recipient of a payment burden that is already being imposed on the poor from the subdivider to the government collecting the charge.

2. Urban land policy must take into account previous development rights, for they are acquired rights. Although expectations are an important part of land market prices, they do not create rights. Zoning designations or development rights, when not realized, are not acquired rights and therefore they can be taken without compensation.

3. Minusvalías are not compensated for; the asymmetry between plusvalías and minusvalías is unfair. Minusvalías are the exception in Latin American cities where land value increments are much higher than the cost of servicing land. In practice, however, public compensation to private owners usually far surpasses collection through value capture policies.

4. Land value capture policy is “communist.” Paying for “free rides” is certainly not a communist idea. One is reminded of mainstream economic theories regarding the merits of a system where individuals and social costs and benefits converge at the margin.

5. Value capture over and above the property tax implies double taxation. In effect, observed land prices to which land value increments apply are already net of the capitalization effect of property tax on land values.

6. Value capture distorts the functioning of the land market. In actuality, it’s the opposite: uncontrolled land value increments distort the behavior of agents. The presence of plusvalías is as distorting a factor for urban development as inflation is for economic development in general.

7. Private appropriation of land value increments is no more objectionable than similar windfalls obtained in capital markets. There is a fundamental conceptual difference. In capital markets equity and bonds are issued against productive investments as collateral for increases in productivity in individual businesses. In the land market, by contrast, land value increments result from the community effort, not individual effort.

8. Value capture is technically impractical because it is impossible to measure the land value increment. With the technical resources available today it is ludicrous to think it “can’t be done.” Ingenious and practical solutions have been developed in Cartagena, Colombia, and Porto Alegre, Brazil, for example.

9. Value capture is overwhelmingly rejected by the citizens, and therefore is politically impractical. The privileged few are the main source of rejection, not the poorer majority of the population who often are charged higher prices in order to access public services through informal arrangements.

10. The amount that can be collected with supplementary value capture instruments is a negligible amount in the public budget. Because of limited collection of the property tax in Latin America, value capture resources can assume an important role in financing urban development. Besides, use of value capture brings to light plusvalías, which has traditionally been a key source of corruption, and thus contributes to a healthier fiscal environment.

Desafíos de suelo urbano y vivienda en Brasil

Heather Boyer, Octubre 1, 2005

Una versión más actualizada de este artículo está disponible como parte del capítulo 7 del CD-ROM Perspectivas urbanas: Temas críticos en políticas de suelo de América Latina.

El Lincoln Institute ha venido colaborando con el Programa de Becas Loeb de la Escuela de Posgrado en Diseño de la Universidad de Harvard desde 1998. El Programa de Becas Loeb fue establecido en 1970 gracias a la generosidad del ex alumno de Harvard John L. Loeb. Cada año se invita a diez profesionales de diseño y planeamiento con cierta experiencia a realizar estudios independientes y desarrollar conceptos nuevos y conexiones para avanzar sus trabajos de revitalización de los entornos naturales y construidos. En mayo, la clase de becarios de 2005 realizó un viaje de estudios a Brasil para intercambiar información con sus contrapartes profesionales de las ciudades de São Paulo y Rio de Janeiro. Este artículo se concentra en lo que aprendimos sobre los programas para mejorar la calidad de vida en las favelas de estas dos ciudades.

Desde la frondosa selva tropical del Amazonas hasta los rascacielos futuristas con helipuertos integrados de São Paulo, Brasil es un estudio en contrastes. El país es rico en territorio, con una superficie ligeramente mayor que los 48 estados continentales de los Estados Unidos; es el país más grande de América del Sur y el quinto más grande del mundo.

En la actualidad, el 80 por ciento de los 186 millones de residentes de Brasil vive en las zonas urbanas. La ciudad de São Paulo, con una población de 10 millones de habitantes, es la más grande de Brasil y una de las más densamente pobladas; más de 16 millones de personas viven en su área metropolitana. La ciudad de Rio de Janeiro es la segunda más grande del país, con 6 millones de habitantes y una población metropolitana de 10 millones.

La distribución de ingresos en Brasil se encuentra entre las más desiguales del mundo. El 10 por ciento de la población con ingresos más altos se queda con el 50 por ciento del ingreso nacional, mientras que el 34 por ciento de la población vive por debajo del nivel de pobreza. Si bien los esfuerzos antiinflacionarios han ayudado a estabilizar la economía en los últimos años, el país sigue llevando a cuestas una considerable deuda externa. Al tener que lidiar con los desafíos de la extrema pobreza, el tráfico de estupefacientes, el crimen, la distribución desigual de la tierra y una oferta inadecuada de viviendas, el gobierno cuenta con fondos limitados para los programas sociales y con frecuencia los ha utilizado en forma ineficiente.

La vida en las favelas

Se estima que el 20 por ciento de los brasileños vive actualmente en favelas, o asentamientos informales de viviendas de bajos ingresos. Las favelas se iniciaron en Rio de Janeiro a comienzos del siglo veinte, cuando miles de soldados que pelearon en una guerra civil recibieron escasa asistencia del gobierno y fueron forzados a vivir en estructuras improvisadas. Se asentaban frecuentemente en lugares sin servicios públicos donde las edificaciones eran precarias, como en colinas empinadas o zonas pantanosas. Estas favelas fueron creciendo y se construyeron muchas otras en zonas igualmente inseguras. En 1966, 1996 y 2001, lluvias torrenciales crearon aluviones fatales en muchas comunidades.

Las favelas comenzaron a crecer rápidamente, tanto en número como tamaño, en la década de 1970, cuando los trabajadores rurales comenzaron a acudir en masa a las ciudades, atraídos por mejores oportunidades de empleo. En Rio, muchas de las favelas tradicionales se encuentran en las zonas céntricas, cerca de los barrios ricos y las áreas turísticas. En contraste, la mayoría de las favelas de São Paulo se encuentran en la periferia del núcleo urbano, debido a su geografía local, razones históricas y otros factores.

Alfredo Sirkis, director de gestión de planeamiento y ex concejal de Rio, explicó que la escala de estos asentamientos informales y el auge de delitos violentos son los dos desafíos más importantes a resolver para poder mejorar la vida en las favelas. Al hablar de la preponderancia de los narcotraficantes, dijo: “Cuentan con armas de guerra y cada día se hacen más valientes. La policía puede neutralizar la situación, pero apenas se erradica a las pandillas se van creando otras. La policía estatal y la guardia municipal patrullan estos barrios, pero la fuerza policial está infestada con corrupción”.

La mayoría de las casas en las favelas son construidas por sus propios residentes con materiales de chatarra, y no cuentan con sistemas de agua o alcantarillado apropiados. Un estudio realizado por el Instituto de Investigaciones Económicas Aplicadas (IPEA) de Brasil estimó que el 28,5 por ciento de la población urbana no tiene acceso a servicios públicos de agua, alcantarillado y recolección de residuos (Franke 2005). Algunas favelas grandes tienen más de 60.000 habitantes y son tan densas que es extremadamente difícil tender caminos o sistemas de servicios públicos.

Se han hecho varios intentos de introducir mejoras en las favelas a lo largo de los años. En la década de 1960, siguiendo el ejemplo de los programas de renovación urbana en los Estados Unidos, algunas favelas fueron demolidas, desplazándose sus familias a complejos edilicios grandes y frecuentemente distantes que contaban con infraestructura y servicios. Sin embargo, de la misma manera que en los Estados Unidos, este método frecuentemente fracasó, destruyendo comunidades y alejando a los residentes de sus empleos locales, brindándoles a cambio muy pocas opciones de transporte. Además, no se atacaron los problemas sociales subyacentes, como la falta de empleo, el tráfico de estupefacientes y el crimen. Durante las décadas de 1970 y 1980 se produjo un período de negligencia benigna que resultó en la rápida expansión de las favelas y el deterioro de su calidad de vida. La película ampliamente premiada Ciudad de Dios muestra la vida casi sin esperanzas de la juventud de las favelas en un proyecto grande de viviendas de la era de 1960, que se había deteriorado y caído presa del crimen en la década de 1980.

Los proyectos más recientes de mejora de las favelas aprendieron la lección de esos esfuerzos del pasado. Los becarios de Loeb visitaron dos de esos proyectos que se concentran en mejorar las condiciones de las favelas en su ubicación actual, reparando la infraestructura edilicia y creando programas sociales para brindar capacitación para el empleo, servicios de guardería, educación y prevención del crimen.

São Paulo: Diadema

Diadema fue fundada en 1959 para albergar a los trabajadores de la creciente industria automotriz y hoy en día es una ciudad autónoma dentro del área metropolitana de São Paulo. Una nueva afluencia de trabajadores rurales en busca de empleo se mudó al área en la década de 1980, y para ese entonces aproximadamente un tercio de la población vivía en favelas. Una gran parte de la ciudad enfrentaba serios problemas estructurales, dada la naturaleza descontrolada del crecimiento pasado, pero el gobierno respondió a las necesidades de infraestructura construyendo caminos y proporcionando alumbrado, agua y sistemas de alcantarillado. Hubo algunos programas de demolición y reubicación de residentes, pero, en general, se reconoció que una política de integración de las favelas en la ciudad tendría mayor éxito a largo plazo.

Sin embargo, la crisis económica de la década de 1990 precipitó una nueva ola de desempleo y crimen. Entre 1995 y 1998, la población de Diadema creció el 3,4 por ciento, pero la cantidad de homicidios se incrementó en un 49 por ciento, a veces con un promedio de un asesinato por día. El alcalde José de Filippi Jr., que ahora se encuentra en su tercer período de gobierno de cuatro años, lanzó una campaña de 10 fases para combatir el delito, que comenzó por recolectar estadísticas concretas. El personal de la alcaldía hizo un mapa de los lugares donde preponderaban los delitos graves e identificó los horarios de mayor actividad. Después de establecer que el 60 por ciento de los homicidios ocurría en o alrededor de los bares entre las 11 de la noche y las 6 de la mañana, en 2001 la ciudad emitió una ley obligando a todos los establecimientos que vendían alcohol que cierren en ese horario. Ello marcó el comienzo de una reducción pronunciada en los delitos graves.

Otro blanco de los esfuerzos del alcalde para reducir el crimen fue la juventud de Diadema, que se benefició de varios programas creativos. El Proyecto de Aprendices Juveniles está dirigido a jóvenes vulnerables que residen en áreas identificadas como de alto riesgo y exclusión social donde prevalece el tráfico de estupefacientes. Este proyecto ofrece oportunidades educativas, deportivas y culturales, colocación de trabajo y un ingreso mensual para aquellos que están calificados. Estas medidas tienen como objetivo brindar a los jóvenes otras opciones para usar su tiempo en vez de cometer delitos, como también nuevos empleos y redes sociales.

Para reducir la cantidad de armas en las favelas a fin de impedir el crimen, la ciudad se concentró una vez más en la gente joven. La Campaña de Desarme de Armas de Fuego ofreció a los niños un libro de historietas a cambio de cada arma de juguete y se recolectaron de esa manera 27,000 armas de juguete en el curso de tres años. En la segunda fase de la campaña, que consistió en recolectar armas de los adultos, muchos niños continuaron con su activismo y presionaron a sus padres y vecinos para que entregaran sus armas. El programa fue más exitoso de lo esperado, logrando recolectar 1,600 armas en los primeros seis meses.

Además de los programas para combatir el delito, el alcalde procuró mejorar el entorno físico y social de las favelas. Los ciudadanos recibieron capacitación y materiales gratuitamente, y se les alentó a realizar mejoras estructurales y también cosméticas en sus casas. En muchas zonas se formaron grupos comunitarios que realizaron mejoras efectivas en los barrios. La ciudad respondió con un programa por medio del cual los residentes de las favelas ubicadas en tierras públicas podían obtener un “derecho de uso” del suelo por 99 años sin cargo. Aquellos que permanecen en su vivienda durante por lo menos cinco años pueden tomar los primeros pasos para convertirse en “inquilinos” legales del suelo, y más adelante podrán incluso vender la estructura.

Nuestra visita a Diadema incluyó un viaje a un barrio favela donde los ciudadanos habían mejorado sus casas y creado capacitación laboral y otras oportunidades más allá de lo que podía brindar el programa gubernamental. Nos congregamos en el centro comunitario, que era al mismo tiempo una capilla y un aula, para escuchar a los residentes expresar su deseo de llevar a la comunidad a “un nivel más alto”. Participaron en el programa “Es bello” de la ciudad, que fue creado en 1983 con financiamiento conjunto de la municipalidad y el grupo comunitario. Después de haber construido la infraestructura básica, querían que el semblante de su comunidad fuera conmensurable con el orgullo que sentían por el esfuerzo que habían realizado.

La becaria de Loeb Mary Eysenbach observó: “Me sorprendió cómo un barrio autoorganizado se parecía a un barrio regulado por el gobierno, tanto en forma como organización. Sea cual fuera la solución para las favelas, es fundamental retener y aun promover la creatividad y el espíritu emprendedor de los residentes”.

Rio de Janeiro: Morro Providência

La municipalidad de Rio de Janeiro creó el proyecto Favela-Bairro en 1993, cuando aproximadamente la quinta parte de la población vivía en favelas. En sus primeras dos fases, el proyecto comenzó a integrar a 620.000 ciudadanos en 168 comunidades informales al resto de la ciudad. Estos asentamientos incluyen 143 favelas establecidas y 25 subdivisiones irregulares más nuevas. Se ha planeado por lo menos una fase más, con la intención de alcanzar a hasta 2 millones de personas. Este proyecto está financiado principalmente por la municipalidad y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID 2003).

Los objetivos principales del proyecto Favela-Bairro son realizar mejoras estructurales en las casas, ampliar los caminos de acceso, y mejorar y formalizar la infraestructura urbana, incluyendo caminos pavimentados, suministro de agua potable y alcantarillas sanitarias. Estas mejoras físicas integrarán las favelas en el entramado urbano por medio de espacios públicos y otras amenidades. Programas sociales brindarán asistencia a niños y adolescentes (guarderías y establecimientos artísticos y deportivos) y crearán oportunidades de generación de ingresos (capacitación profesional y educación para adultos y jóvenes).

Una parte pequeña pero vital del proyecto ayuda a los residentes de las favelas a obtener una dirección postal con calle y número, permitiéndoles recibir correspondencia y establecer una relación de cliente con proveedores de servicios. El proyecto también proporciona certificados de “derecho de uso” a residentes una vez que sus casas se conecten al sistema de agua y alcantarillado, se incorporen al mapa de la ciudad y se les asigne una dirección. Este “alquiler” del suelo, en general, es por 100 años y permite al dueño transferir sus viviendas a un familiar inmediato; el suelo sigue siendo propiedad de la ciudad. Se espera que el programa, además de brindar servicios, proporcione al propietario de la vivienda más seguridad y un mayor sentido de propiedad y responsabilidad.

Visitamos el Morro Providência, uno de los modelos del proyecto Favela-Bairro con aproximadamente 5,000 residentes. Como señal sombría de que la seguridad sigue siendo un problema aun en un barrio mejorado, fuimos escoltados por agentes armados. Nuestro guía nos explicó que la nueva escalera que estábamos subiendo era una parte importante del proyecto, porque no sólo brinda acceso sino que también es un medio para transportar agua y líneas de alcantarillado a las partes superiores de la favela. También mencionó que se ofrecen programas educativos a los residentes para demostrar el uso de la nueva infraestructura y servicios, pero puede pasar tiempo antes de poder integrar estos nuevos sistemas en su modo de vida.

Quedamos impresionados por las ideas creativas utilizadas para confrontar los problemas cotidianos. Por ejemplo, el número limitado de caminos para vehículos y la falta de acceso dificultan la recolección de basura y residuos. Una solución ha sido un programa de intercambio innovador: los residentes reciben leche a cambio de una bolsa de basura, creando así una población más sana, mejor recolección de residuos y barrios más limpios.

Observamos un proyecto de restauración histórica de una capilla y la incrustación de una línea dorada en el cemento para guiar a los visitantes en una recorrida a pie por los hitos importantes del proyecto de revitalización. Nuestra visita también incluyó una presentación del proyecto Favela-Bairro en la nueva guardería que albergará a 220 niños de las familias más necesitadas. Como pudimos comprobar en la totalidad de nuestra visita a Brasil, tanto el personal municipal como los líderes vecinales participaron en forma colaborativa en las presentaciones y discusiones.

La becaria Robin Chase comentó: “Todo el concepto de Favela-Bairro de potenciar las inversiones personales y darse cuenta de que una vivienda cerca del centro es mejor que un proyecto de viviendas en el medio de la nada me impresionó como práctico y eficiente. La calidad de vida ha mejorado ampliamente, con electricidad, agua y plomería. La resolución del tema de la seguridad parece ser un problema muy difícil que tiene que ser atacado en todo el país”.

Conclusión

Observamos signos de cambios positivos en las favelas que visitamos y quedamos impresionados por la dedicación de sus ciudadanos y funcionarios para integrar estas comunidades al resto de la ciudad, pero existen todavía grandes desafíos, en particular la necesidad de recursos financieros sustanciales para realizar cambios mayores. Un amplio estudio de los residentes de favelas en Rio confirma nuestra experiencia: “Si bien se han producido mejoras notables en el consumo de servicios urbanos colectivos, artículos del hogar y años de educación en las últimas tres décadas, hay mayor desempleo y desigualdad” (Perlman 2003). El delito, la corrupción policial y el prejuicio contra los residentes de las favelas siguen siendo barreras para el progreso.

“En ciertos niveles locales, nacionales e internacionales, los líderes se han dado cuenta de que las estrategias de desplazamiento, marginalización y segregación del pasado no van a funcionar”, notó James Stockard, conservador del Programa de Becas Loeb. “La gente tiene una fuerte conexión con el suelo donde se ha asentado. Hay que aprovechar este compromiso y energía para convertir estos barrios informales en comunidades más saludables, seguras y económicamente viables”.

Heather Boyer fue becaria de Loeb en la Escuela de Postgrado de Diseño de la Universidad de Harvard en 2004–2005 y ahora es una editora independiente en la ciudad de Nueva York.

Referencias

Franke, Renata. 2005. El veintiocho por ciento de la población urbana de Brasil no tiene agua corriente ni alcantarillado. Brazzil Magazine, 2 de junio, www.brazzilmag.com/content/view/2641/49/

Banco Interamericano de Desarrollo (BID). 2003. Favela-Bairro: Diez años de integración a la ciudad. Washington, DC: Banco Interamericano de Desarrollo.

Perlman, Janice E. 2003. “Los pobres crónicos de Rio de Janeiro: ¿Qué ha cambiado en los últimos 30 años”? Trabajo no publicado presentado en la Conferencia sobre la pobreza crónica, Manchester, Inglaterra.

Loeb Fellows, 2004–2005

Heather Boyer, former editor, Island Press, Boulder, Colorado

Robin Chase, founder and CEO, Meadow Networks, Cambridge, Massachusetts; founder and former CEO, Zipcar, Cambridge, Massachusetts

Maurice Cox, professor of architecture, University of Virginia; former Mayor, Charlottesville, Virginia

Mary Eysenbach, former director, The City Parks Forum, a program of the American Planning Association, Chicago, Illinois

Klaus Mayer, partner, Mayer Sattler-Smith, a multidisciplinary design firm in Anchorage, Alaska

Cara McCarty, curator of decorative arts and design, St. Louis Art Museum

Mario Navarro, former housing policy director, Chilean Ministry of Housing and Urban Development, Santiago

Dan Pitera, director, Detroit Collaborative Design Center, University of Detroit Mercy School of Architecture

Carlos Romero, community organizer and community development advocate, San Francisco, California

Susan Zielinski, cofounder and director, Moving the Economy, Toronto

Participatory Budgeting and Power Politics in Porto Alegre

William W. Goldsmith and Carlos B. Vainer, Enero 1, 2001

Responding to decades of poverty, poor housing, inadequate health care, rampant crime, deficient schools, poorly planned infrastructure, and inequitable access to services, citizens in about half of Brazil’s 60 major cities voted in October 2000 for mayors from left-wing parties noted for advocacy, honesty and transparency. These reform administrations are introducing new hopes and expectations, but they inherit long-standing mistrust of municipal bureaucrats and politicians, who traditionally have been lax and often corrupt. These new governments also confront the dismal fiscal prospects of low tax receipts, weak federal transfers, and urban land markets that produce segregated neighborhoods and profound inequalities.

The strongest left-wing party, the Workers’ Party (in Portuguese, the Partido dos Trabalhadores or PT), held on to the five large cities it had won in the 1996 election and added 12 more. These PT governments hope to universalize services, thus bypassing traditional top-down methods and giving residents an active role in their local governments. In the process these governments are reinventing local democracy, invigorating politics, and significantly altering the distribution of political and symbolic resources. The most remarkable case may be Porto Alegre, the capital of Brazil’s southernmost state, Rio Grande do Sul, where the PT won its fourth consecutive four-year term with 66 percent of the vote, an example that may have encouraged Brazilians in other cities to vote for democratic reforms as well.

Porto Alegre, like cities everywhere, reflects its national culture in its land use patterns, economic structure and distribution of political power. Brazil’s larger social system employs sophisticated mechanisms to assure that its cities continue to follow the same rules, norms and logic that organize the dominant society. Because Brazilian society is in many respects unjust and unequal, the city must constantly administer to the effects of these broader economic and political constraints.

At the same time, no city is a pure reflection, localized and reduced, of its national social structure. Any city can bring about and reproduce inequality and injustice itself, just as it can stimulate dynamic social structures and economic relations. To the extent that the city, and especially its government, determines events, then the effects can be positive as well as negative. It is not written in any segment of the Brazilian social code, for example, that only the streets of upper- and middle-class neighborhoods will be paved, or that water supply will reach only the more privileged corners of the city.

Participatory Budgeting

In Porto Alegre, a popular front headed by the PT has introduced “participatory budgeting,” a process by which thousands of residents can participate each year in public meetings to allocate about half the municipal budget, thus taking major responsibility for governing their own community. This reform symbolizes a broad range of municipal changes and poses an alternative to both authoritarian centralism and neoliberal pragmatism. Neighbors decide on practical local matters, such as the location of street improvements or a park, as well as difficult citywide issues. Through the process, the PT claims, people become conscious of other opportunities to challenge the poverty and inequality that make their lives so difficult.

Participatory budgeting in Porto Alegre begins with the government’s formal accounting for the previous year and its investment and expenditure plan for the current year. Elected delegates in each of 16 district assemblies meet throughout the year to determine the fiscal responsibilities of city departments. They produce two sets of rankings: one for twelve major in-district or neighborhood “themes,” such as street paving, school construction, parks, or water and sewer lines, and the other for “cross-cutting” efforts that affect the entire city, such as transit-line location, spending for beach clean-up, or programs for assisting the homeless. To encourage participation, rules set the number of delegates roughly proportional to the number of neighbors attending the election meeting.

Allocation of the investment budget among districts follows “weights” determined by popular debate: in 1999, weights were assigned to population, poverty, shortages (e.g., lack of pavement), and citywide priorities. Tension between city hall and citizens has led to expanded popular involvement, with participatory budgeting each year taking a larger share of the city’s total budget. Priorities have shifted in ways unanticipated by the mayors or their staffs.

Participants include members of the governing party, some professionals, technocrats and middle-class citizens, and disproportionate numbers of the working poor (but fewer of the very poor). This process brings into political action many who do not support the governing party, in contrast to the traditional patronage approach that uses city budgets as a way to pay off supporters. As one index of success, the number of participants in Porto Alegre grew rapidly, from about 1,000 in 1990 to 16,000 in 1998 and 40,000 in 1999.

The participatory process has been self-reinforcing. For example, when annoyed neighbors discovered that others got their streets paved or a new bus stop, they wondered why. The simple answer was that only the beneficiary had gone to the budget meetings. In subsequent years, attendance increased, votes included more interests, and more residents were happy with the results. City officials were relieved, too, as residents themselves confronted the zero-sum choices on some issues: a fixed budget, with tough choices among such important things as asphalt over dusty streets, more classrooms, or care for the homeless.

Participatory budgeting in Porto Alegre is succeeding in the midst of considerable hostility from a conservative city council and constant assault from right-wing local newspapers and television programs, all of them challenging participation and extolling unregulated markets. The municipal government depends for its support on the participants and their neighbors, on radio broadcasting, and on many who resisted two decades of military dictatorship, from 1964 to 1985. In electing four consecutive reform administrations, a majority of the population has managed to pressure a hostile city council to vote in favor of the mayor’s budget proposals, keeping the progressive agenda intact.

Changes in Material Conditions

In 1989, despite comparatively high life expectancy and literacy rates, conditions in Porto Alegre mirrored the inequality and income segregation of other Brazilian cities. A third of the population lived in poorly serviced slums on the urban periphery, isolated and distant from the wealthy city center. Against this background, PT innovations have improved conditions, though only moderately, for some of the poorest citizens. For example, between 1988 and 1997, water connections in Porto Alegre went from 75 percent to 98 percent of all residences. The number of schools has quadrupled since 1986. New public housing units, which sheltered only 1,700 new residents in 1986, housed an additional 27,000 in 1989. Municipal intervention also facilitated a compromise with private bus companies to provide better service to poor peripheral neighborhoods. The use of bus-only lanes has improved commuting times and newly painted buses are highly visible symbols of local power and the public interest.

Porto Alegre has used its participatory solidarity to allow the residents to make some unusual economic development decisions that formerly would have been dominated by centralized business and political interests. The city turned down a five-star hotel investment on the site of an abandoned power plant, preferring to use the well-situated promontory as a public park and convention hall that now serves as the new symbol of the city. And, faced with a proposal to clear slums to make room for a large supermarket, the city imposed stiff and costly household relocation requirements, which the supermarket is meeting. In another example, in spite of promises of new employment and the usual kinds of ideological pressures from the Ford Motor Company, the nearby municipality of Guíaba turned down a proposed new auto plant, arguing along political lines established in Porto Alegre that the required subsidies would be better applied against other city needs. (A state investigation in August 2000 found the former mayor, not “at fault” for losing the Ford investment.)

Nevertheless, daunting constraints in the broader Brazilian economic and political environment continue to limit gains in economic growth, demands for labor and quality jobs. Comparing Porto Alegre and Rio Grande do Sul with nearby capital cities and their states during the years 1985-1986 and 1995-2000, one finds few sharp contrasts. Generally, GDP stagnated, and per capita GDP declined. Unemployment rose and labor-force participation and formal employment both fell.

Given this limited extent of economic improvement, how can we account for the sense of optimism and achievement that pervades Porto Alegre? The city is clearly developing a successful experience with local government that reinforces participatory democracy. We believe the PT’s success lies in the way the participants are redefining local power, with increasing numbers of citizens becoming simultaneously subject and object, initiator and recipient, so they can both govern and benefit directly from their decisions. This reconfiguration is immediately discernible in the procedures, methods and behavior of local government.

After 12 years, Porto Alegre has changed not just the way of doing things, but the things themselves; not just the way of governing the city, but the city itself. Such a claim is clearly significant. Porto Alegre offers an authentic, alternative approach to city management-one that rejects not only the centralist, technocratic, authoritarian planning model of the military dictatorship, but also the competitive, pragmatic, neoliberal model of the Washington Consensus, to which the national government still adheres. This model imposes International Monetary Fund (IMF) orthodoxy and requires such “structural adjustment” imperatives as free trade, privatization, strict limits to public expenditures, and high rates of interest, thus worsening the conditions of the poor.

While most Brazilian cities continue to distribute facilities and allocate services with obvious bias and neglect of poor neighborhoods, the reconfiguration of power in Porto Alegre is beginning to reduce spatial inequalities through changes in service provision and land use patterns. We can hope that the effect will be felt in the formal structures of the city and eventually in other cities and in Brazilian society in general.

New Forms of Local Power

Political and symbolic resources normally are monopolized by those who control economic power, but radically democratic municipal administrations, as in Porto Alegre, can reverse power to block the favoring and reinforcing of privilege. They can interfere with the strict solidarity of economic and political power, reduce private appropriation of resources, and promote the city as a collective and socially dynamic body. In other words, a city’s administration could cease to honor the actions of dominant urban groups-real estate interests and others who use various forms of private appropriation of public resources for their private benefit. These actions may include allocation of infrastructure to favor elite neighborhoods, privatization of scenic and environmental resources, and the capture of land value increments resulting from public investments and regulatory interventions. Thus, a reconfigured, publicly oriented city administration permits access to local power for traditionally excluded groups. Such a change constitutes a quasi-revolution, with consequences that cannot yet be measured or evaluated adequately by activists or hopeful governments.

Are Porto Alegre’s experiences with municipal reform, participatory budgeting and democratic land use planning idiosyncratic, or do these innovations promise broader improvements in Brazilian politics as other citizens build expectations and improve the structure of their governments? The Interamerican Development Bank (IDB) is urging localities throughout Latin America to engage in participatory budgeting, following Porto Alegre’s example. Can reform-minded city administrations override the constraints of international markets and national policy? In recommending the formal and procedural aspects of the participatory budgeting technique, does the IDB overestimate the practical economic achievements and underestimate the symbolic and political dimensions of radical democracy?

The lesson of urban reform in Porto Alegre emerges not so directly in the economic market as in new experiences with power, new political actors, and new values and meanings for the conditions of its citizens. Even as citizens weigh their expectations against stagnating macroeconomic conditions, they can find hope in new visions of overcoming spatial and social inequalities in the access to services. These new forms of exercising political power and speaking out about land use and governance issues give the city’s residents a new capacity to make a difference in their own lives.

References

Rebecca N. Abers. 2000. Inventing Local Democracy. Grassroots Politics in Brazil. Boulder: Lynne Rienner.

Gianpaolo Baiocchi. 1999. “Transforming the City,” unpublished manuscript. University of Wisconsin (September).

Boaventura de Sousa Santos. 1998. “Participatory Budgeting in Porto Alegre.” Politics and Society 26, 4 (December): 461-510.

William W. Goldsmith is a professor in the Department of City and Regional Planning at Cornell University. Carlos Vainer is a professor in the Institute for Urban and Regional Planning and Research at the Federal University of Rio de Janeiro. They participated in a December 1999 seminar hosted by the City of Porto Alegre and cosponsored by the Lincoln Institute and the Planners Network, a North American association of urban planners, activists and scholars working for equality and social change.

Urban Renewal in a South African Township

David Goldberg, Octubre 1, 2003

For the past six years, the Lincoln Institute has been collaborating with the Loeb Fellowship Program at Harvard University’s Graduate School of Design. Established in 1970 through the generosity of alumnus John L. Loeb, the Loeb Fellowship invites about 10 mid-career professionals each year to study independently and develop insights and connections that can advance their work revitalizing the built and natural environments. The 2002–2003 fellows took their class study trip to Cape Town, South Africa, in May, focusing their inquiry on urban renewal efforts in the township of Khayelitsha.

Cape Town is as glistening a first world city as one could ever expect to see. It’s also among the most deceptive. The come-on begins with one’s first view of Table Mountain, rising behind the city’s modernist skyline. It literally peaks when you ride the sleek, blue funicular to the top and behold, along with the wondrous natural landscape, abundant evidence of apparent prosperity and cosmopolitanism. The seaport of this early outpost of globalization continues to bustle with levels of trade befitting an intercontinental crossroads. The gleaming Victoria and Alfred Waterfront is an upscale tourist vortex, and the massive new convention center with its adjoining international hotel help make Cape Town a glorious modern city.

One feels a twinge of betrayal, however, with the first visit to Khayelitsha, 26 kilometers (16 miles) out the N2 highway amid the sandy Cape Flats, a black African township of over a million residents and the sort of place where the majority of Cape Town residents live. Miles before any apparent settlement, one sees dozens of men and women walking along the shoulder of the freeway, making an hours-long commute to work, or in search of it. Closer to Khayelitsha, hordes of children are playing soccer in the road reserve, occasionally streaming across the multilane highway. Soon the shacks come into view, emerging from a smoky-dusty haze. There are thousands of them, amazingly resourceful assemblages of corrugated tin, recovered shipping palettes, found scraps of anything. Some are drab but most are swathed in vibrant hues.

In the township itself there are more shacks, then row after row of cinder block huts. Apart from a gas station there are almost no formal stores or other nonresidential buildings. But informal traders abound at most intersections: hair stylists operating in overturned shipping containers; meat purveyors with raw animal parts lying on dusty tables or sizzling on oil-drum grills fired by salvaged wood; fruit stands; a house store selling cigarettes, drinks and not much else. Even at noon on a workday the streets are teeming with pedestrians.

If it is an overstatement to call this the “real” Cape Town, it is also true that this condition is far more prevalent than the patina of affluence in the white, Euro-centric center. Certainly it is no exaggeration to call townships like this, with their high unemployment and AIDS rates, the greatest challenge to the still young post-apartheid government of South Africa. Recognizing this, the administration of President Thabo Mbeki is pouring resources into a program, dubbed “urban renewal” in an eerie echo of the earlier American episode, aimed at remaking these troubling legacies of apartheid into more livable places. It is this effort that the 2003 class of Loeb fellows has come to study.

Staggering Quality-of-Life Challenges

The urban renewal program was begun in 2001 to combat unemployment and crime and improve quality of life for township residents. Each of the nine provinces has identified several nodes of focus, with more than 30 nodes nationwide. The Western Cape province selected Khayelitsha and the neighboring “colored” township of Mitchell’s Plain because of the huge challenges they present. Both are large—Khayelitsha is second only to Soweto in size—and distant from the urban core and economic opportunities; together they account for one-third of the Cape Town region’s population.

The magnitude of the project is stunning. Not yet 20 years old, Khayelitsha is believed to have over one million residents and an annual growth rate of 5 percent. The township, whose name means “our new home” in the Xhosa language of its dominant population, began life in the early 1980s as a planned dormitory settlement for rural African men who migrated to Cape Town for industrial jobs. Initially, wives and children were not allowed to join the men. When the dying apartheid regime lifted its pass law restrictions in the late 1980s, families came flooding into the township.

Today, unemployment officially stands at around 46 percent, but that apparently counts only those who still are actively looking. The HIV infection rate is thought to be around 25 percent. As much as one-third of township residents are living in informal housing, either in squatter shacks built illegally on city-owned land, in officially sanctioned shacks on plotted and serviced lots, or in backyard shacks behind the cinderblock huts that comprise the lion’s share of formal housing.

Khayelitsha has almost no jobs of its own apart from informal trade, such as unlicensed taverns known as shebeens, hair stylists and house shops, and scant tourism jobs. The commute to Cape Town is a grueling journey by overcrowded trains, and the trip is made longer by the fact that the Khayelitsha line is not direct, but a branch from the line to Mitchell’s Plain. And increasingly the jobs are not in central Cape Town but in the booming edge city of Bellville, which is unreachable for carless commuters except by jitney taxi. As it happens, access to and from Khayelitsha is intentionally poor. Emerging at the height of the anti-apartheid struggle, the township was designed so that its two entrance points could be closed in the event of any disturbance.

Given the paucity of jobs in the township and the difficult commute to existing employment centers, the most appropriate urban renewal strategy might be to relocate residents to new housing near jobs and adequate transportation networks. But that task is so monumental and fraught with thorny considerations that the government has settled for now on trying to make the existing township as livable as possible.

“The question of relocation versus redevelopment of Khayelitsha is a political hot potato,” says Pieter Terblanche, principal planner in Cape Town’s Planning and Environmental Directorate. White residents in Cape Town and its close-in suburbs aren’t eager for new neighbors, and the township residents themselves want to cling to whatever patch of ground they’ve been able to secure for themselves in the (probably legitimate) fear that they’ll never get as much anywhere else.

Addressing the housing needs within Khayelitsha itself then becomes a top priority. About 20,000 households now live in areas with only communal toilets and water taps, though most have electricity. Most of these families need to be relocated to so-called serviced sites, with water, sewer and access to a bona fide street. Several thousand others are doubled up on serviced sites intended for only one house; these too will be relocated. To reduce the risk of the devastating fires that sometimes sweep through the shack lands, the city wants to de-densify informal areas, adding to the relocation challenge.

The rehousing program is complicated by other factors. For the vast majority of residents, the only acceptable housing is a detached hut on a privately owned lot. Multifamily rental housing is seen as a despised relic of apartheid, and mid- or high-rise apartments are anathema to these recently rural denizens. Government rental housing is being phased out as it is converted to private ownership. Most residents are waiting their turn to secure an individual lot where they can use their 17,900 rand (US$2,400) housing subsidy toward building the standard-issue, 36-square meter, cinder block hut. With enough hands, a hut can be erected in a weekend.

Naturally, this land-intensive approach leads to what we in the U.S. would call sprawl, exacerbating transportation problems and dramatically increasing the cost of extending water, sewer and other infrastructure. The effect, taken together with the wide arterial roads that are the primary street network, is a kind of American-style, automobile-oriented design, but without the automobiles.

Other issues are emerging, as well. “Ownership brings financial responsibilities and requirements that people aren’t necessarily prepared for,” said Terblanche. Many residents also were unprepared for the reality of being forced to pay rising water and electricity rates. Most had become accustomed to paying little or nothing during the late apartheid era, when the government could do little to counter the mass civil disobedience. In an echo of that era, angry poor residents today regularly participate in street protests against utility rates and collections.

Remaking the Township into a Town

With residents largely staying put in Khayelitsha, the question for the urban renewal program becomes how to make the township into something more closely resembling a real town. Step one has been to lay the groundwork for a central business district (CBD) that will allow residents to do their shopping and government business closer to home; now they must take a costly cab ride to Mitchell’s Plain to buy anything beyond convenience items.

The CBD is being developed as a joint venture between the city of Cape Town, private interests and the Khayelitsha community. It spans 73 hectares (182.5 acres) adjacent to the commuter rail station. While retailers and developers know Khayelitsha is a huge, untapped market, it is also seen as an enormous risk by financial institutions, who redline African townships. In Khayelitsha, 60 percent equity has been required of any developer or institution seeking financing. In late July, however, a tentative agreement was reached, and the Cape Town council gave approval to what will be one of the largest private-public investments yet undertaken in a South African township. A grocery chain and discount department store have signed on, but planners want to get a mix of tenants that also includes local merchants. That has required an elaborate financing scheme that allows for keeping rents affordable. Some informal traders also will be allowed in an enclosed square that planners consider the focal point of the district.

Several other planned projects aim to formalize and dignify the public realm. While the city’s transport officials are resistant, one of the most urgent needs is to provide safer, cleaner and more attractive pedestrian ways, says Barbara Southworth, manager of urban design in the city’s division of development services.

In addition to building walkways and plazas at key intersections and at taxi-bus nodes, Southworth’s office is working to provide some order to the informal trade areas by introducing rows of concrete, post-and-beam arches that can serve as storefronts for the trading stalls. Most of these are improvised from sideways shipping containers, and tend to lie in haphazard clusters. By leasing the favored storefront positions the city hopes to introduce a modest level of control over an otherwise unregulated environment.

The government’s attention to Khayelitsha has delivered other amenities as well, though not necessarily under the rubric of urban renewal. The magistrate court building that opened in early May is the most expensive government building ever built in a black township, which is taken as an important sign of progress. The national and provincial governments also contributed to the first national tourist site in a township, a cultural center at Lookout Hill. Built at the highest point in the Cape Flats, next to a fragile dune that offers a panoramic view of Khayelitsha and Mitchell’s Plain, the center is expected to be the entry point for the increasingly popular township tours, estimated at 30,000 mostly foreign tourists annually. The center will feature exhibits on the origins of Khayelitsha and on the Sangoma healers of Xhosa culture and a marketplace selling the wares of local cottage industries.

Vexing Consequences

It is unsettling to think that, at the moment, the most promising economic path for Khayelitsha is to offer tourists a glimpse of the provisional landscape necessitated by crushing poverty, mass relocation and government-enforced segregation. It is equally disquieting to realize that urban renewal efforts at normalizing the township’s environment could reduce some of the appeal to those tourists.

While American urban renewal often meant displacing many African-American and immigrant populations by eliminating central city ghettoes, the South African variant aims to improve conditions for millions of residents who will be allowed to remain in far larger ghettoes many miles from the urban core. This immediately raises some vexing questions: Should the government work to preserve these intensely segregated artifacts of an oppressive regime? There are powerful arguments for doing so, not least the extreme difficulty and unpopularity of relocating a population that has had its fill of such government-driven exercises. But by investing in making townships more permanent, are current residents and future generations consigned to economic isolation? These questions linger even as the government proceeds with the program.

David Goldberg was a Loeb Fellow at Harvard in 2002–2003. He is communications director at Smart Growth America, a nationwide coalition based in Washington, DC.

Loeb Fellows, 2002–2003

Gabriel Abraham, Senior Consultant, Research Triangle Institute, Research Triangle Park, North Carolina

Arnd Bruninghaus, Architect, A/haus Group, Amsterdam, The Netherlands

Kathleen A. Bullard, Chief of Watershed Planning Division, Mountains Recreation and Conservation Authority, Los Angeles, California

Deborah J. Goddard, Director of Community Development Planning, Urban Edge, Boston, Massachusetts

David A. Goldberg, Communications Director, Smart Growth America, Decatur, Georgia

Linda Haar, Director, Boston Planning Institute, Cambridge, Massachusetts

Susan L. Hamilton, Assistant Director of Industrial Development, Metro Development Authority, Louisville, Kentucky

Robert L. Liberty, Smart Growth Consultant, Portland, Oregon

Josephine Ramirez, Program Officer, Getty Grant Program, J. Paul Getty Trust, Los Angeles, California

Jennifer Siegal, Principal, Office of Mobile Design, Venice, California

Jennifer Yoos, Architect and Partner, Vincent James Associates, Minneapolis, Minnesota

Vivir en campamentos

Preferencias de localización residencial en Santiago, Chile
Isabel Brain, José Joaquín Prieto, Francisco Sabatini, and Pablo Celhay, Octubre 1, 2009

Una versión más actualizada de este artículo está disponible como parte del capítulo 7 del CD-ROM Perspectivas urbanas: Temas críticos en políticas de suelo de América Latina.

En las ciudades de América Latina, y especialmente en las más grandes, la ubicación de las viviendas es crítica para los grupos más vulnerables. En Buenos Aires, la población de las villas miseria en el área del centro se duplicó en el último período intercenso (1991-2001), si bien la población total declinó aproximadamente el 8 por ciento. En Rio de Janeiro, durante la misma década, los asentamientos informales de mayor crecimiento fueron los que se percibían como mejor ubicados, generalmente cerca de la costa en los barrios de clase media y alta, si bien éstos eran ya los barrios más hacinados y congestionados.

También se observa esta tendencia en Chile, no obstante el problema de los asentamientos informales es mucho menor que en el resto de América Latina. Sólo alrededor de 28.600 familias (el 1 por ciento de la población total de Chile) viven en 533 asentamientos precarios identificados (los cuales son denominados campamentos). Los catastros sucesivos demuestran que al mismo tiempo que los campamentos más antiguos se van reordenando, se continúan creando campamentos nuevos. Más de la mitad de los campamentos existentes fueron establecidos entre 1991 y 2007 (Fundación un Techo para Chile, 2007).

Hay varias explicaciones para esta persistencia de campamentos, aun en Chile, donde la política de vivienda se considera más desarrollada que en otros países, y donde ya queda poca tierra urbana disponible para ser invadida. Algunas familias que viven en campamentos pueden representar un grupo residual en transición entre su llegada a la ciudad y su reubicación en viviendas de interés social u otro tipo de vivienda formal. Otros pueden tener preferencia por tener su propia casa en un campamento en vez de tener que compartir cuartos con otra familia o parientes en una vivienda más formal.

Vivir en un campamento también puede ser comparable a anotarse en una lista de espera para poder acceder a un programa de vivienda de interés social, ya que el programa del gobierno que se concentra en este tipo de familias (Chile Barrio) tiene por finalidad atender a sus necesidades y facilitar su acceso a la vivienda de interés social. Como algunas de las familias que viven en campamentos aún no cumplen con las condiciones necesarias para participar en el programa de viviendas de interés social, siguen allí hasta poder encontrar otras opciones.

Por otro lado, la continua existencia de campamentos no se puede atribuir a altos niveles de pobreza o a una política débil de regularización de asentamientos. Por el contrario, en los últimos 20 años la pobreza en Chile se redujo a la mitad, y ahora se estima que alcanza al 13,7 por ciento de la población (CASEN, 2006). Al mismo tiempo, el gobierno implementó una política de vivienda que entrega bonos a las familias para comprar una casa. Este programa ha sido respaldado por sucesivas administraciones de gobierno y ha beneficiado hasta ahora a dos millones de familias, a un promedio de 100.000 familias por año, o casi el 3 por ciento de los 3,6 millones de hogares urbanos de Chile en 2002.

Independientemente de su éxito en términos de cobertura, los programas de vivienda han generado una concentración de viviendas de interés social en la periferia de Santiago y otras ciudades principales. Históricamente, los proyectos de viviendas de interés social han creado grandes zonas socialmente homogéneas que han producido la segregación de familias de bajos ingresos, con consecuencias negativas. Algunas de estas zonas ahora sufren de serios problemas sociales, como un alto nivel de desempleo y deserción escolar, como también sentimientos generalizados de falta de esperanza y inversión de los valores sociales entre sus residentes (Sabatini, Cáceres y Cerda, 2004).

También hay mayor inestabilidad e inseguridad laboral en la economía chilena en la actualidad que en el pasado, y una transformación radical del sistema político ha desestabilizado las relaciones cotidianas entre las clases populares y los líderes de los partidos políticos. A medida que estas formas tradicionales de cohesión social se van debilitando, ciertos factores, como la ubicación de una casa en la ciudad, se hacen más relevantes, ya que una buena ubicación puede brindar acceso a una mejor “geografía de oportunidades”, o sea a lugares que se perciben como de mayor y mejor acceso a servicios públicos y privados, como escuelas, mercados, parques y redes de transporte, como también acceso a mejores trabajos y proximidad a redes sociales y familiares.

En este contexto, examinaremos algunos de los factores que influyen en el continuo desarrollo y persistencia de los campamentos, a pesar de la disponibilidad de programas gubernamentales masivos de vivienda, como también un sistema legal que protege los derechos de propiedad.

Una encuesta de preferencias de localización de vivienda

Usando datos de la Región Metropolitana de Santiago, diseñamos tres conjuntos de muestras con un total de 1.588 unidades familiares: familias que viven en campamentos (812); familias que viven en viviendas de interés social y que se mudaron de campamentos que fueron erradicados (510); y familias que viven en viviendas de interés social pero que no se mudaron de un campamento (266). Las tres muestras fueron tomadas, respectivamente, de un inventario de moradores de campamentos preparado en 2007; y el registro del programa Chile Barrio, que identifica a familias que vivían en campamentos y que adquirieron viviendas de interés social entre 1999 y 2005; y familias del mismo proyecto de viviendas de interés social que no provenían de un campamento. Las encuestas en los campamentos fueron efectuadas de puerta en puerta en agosto de 2008, y en los barrios de proyectos de vivienda de interés social en diciembre de 2008.

Los resultados de la encuesta muestran que al vivir en campamentos, las familias logran optimizar las preferencias de localización de su vivienda con una mayor probabilidad de éxito, entendiendo dichas preferencias fundamentalmente como la proximidad a una buena geografía de oportunidades. Casi el 70 por ciento de las familias que antes vivían en campamentos y ahora viven en viviendas de interés social se quedaron en el mismo distrito, comparado con el 51,7 por ciento de las familias que viven en viviendas de interés social y que no vinieron de campamentos (ver Cuadro 1). Por lo tanto, sin alterar radicalmente la ubicación de su vivienda, las familias que antes vivían en campamentos pudieron acceder a subsidios de vivienda que les permitieron mejorar su estándar de vida y obtener un título legal.

Ver Cuadro 1 en anexo: Origen de las muestras de hogares en la Región Metropolitana (RM) de Santiago (porcentajes)

Las familias que viven en campamentos también perciben que tienen mayor prioridad que otras familias similares para acceder a viviendas de interés social, y una mayor probabilidad de acceder a viviendas de interés social en su localización preferida. Alrededor del 63 por ciento de las familias que viven actualmente en campamentos reportaron tener ventaja en el acceso a viviendas de interés social en comparación con otras familias. Esta percepción coincide con la realidad, ya que entre 1996 y 2007 la cantidad de campamentos en Chile declinó de 972 (105.888 familias) a 533 (alrededor de 28.600 familias) y el déficit de viviendas asociado con campamentos se redujo en un 75 por ciento.

Para examinar el precio del suelo como factor en la selección de vivienda, utilizamos la tasación fiscal en zonas de características similares (ZCS) y, como referencia, el valor máximo obtenido por cada distrito. En este análisis, el 71,4 por ciento de las familias que se mudaron de un campamento a una vivienda de interés social se transfirieron a una localización mejor o equivalente (ver Cuadro 2).

Ver Cuadro 2 en anexo: Valor actual del suelo comparado con el valor en el distrito de origen

La encuesta también muestra que la mayoría de las familias de campamentos (60,6 por ciento) llegó entre 2000 y 2008, un período de gran expansión en la oferta de viviendas para familias de menores ingresos, indicando una preferencia por vivir en un campamento bien ubicado antes que en una vivienda de interés social en otro lado (ver Cuadro 3).

Ver Cuadro 3 en anexo: Año de llegada de la muestra de familias que viven en campamentos

Los resultados de la encuesta se deben interpretar teniendo en cuenta los siguientes factores contextuales.

  • El grupo de familias que viven en los campamentos es pequeño comparado con la población que potencialmente se puede beneficiar de programas de subsidio de vivienda. Las familias que antes vivían en campamentos eran sólo el 2,2 por ciento de todas las familias que vivían en viviendas de interés social en 2001 (INVI, 2001).
  • El proceso de segregación de las familias más pobres a la periferia urbana es una tendencia que se ha mantenido a lo largo de los últimos 30 años. En la década de 1980 se instituyó una política de erradicación masiva de campamentos, y las familias fueron reubicadas desde los distritos del centro a la periferia. En la década de 1990, a medida que la democracia echó raíces en el país, la nueva administración adoptó una política de construcción de viviendas de interés social en gran escala para prevenir la formación de nuevos campamentos. No obstante, muchas de estas viviendas de interés social se están construyendo en zonas aún más periféricas, causando una segregación residencial a escala regional.
  • Como resultado de estas políticas, grandes sectores de la región metropolitana de Santiago se caracterizan por su homogeneidad social. Por ejemplo, el distrito periférico de La Pintana creció 2,5 veces entre 1985 y 1994 (de 80.000 a 190.000 habitantes) debido a la reubicación de familias de menores ingresos que antes vivían en distritos actualmente habitados por familias de ingresos medios y altos en el Gran Santiago (Las Condes, Providencia, Ñuñoa y La Reina, entre otros).
  • A pesar de la tendencia predominante, y en contraposición a lo que ocurrió en décadas anteriores, las familias que ahora viven en campamentos parecen tener una ventaja sobre las familias que no vinieron de campamentos para obtener un subsidio de vivienda en su localización preferida.

Interacciones entre pobreza y los valores del suelo

La mitad de las familias que viven en campamentos (51 por ciento) no son pobres, de acuerdo a la Encuesta de Caracterización Socioeconómica (CASEN). En nuestra muestra, la mayoría de las familias que vivían en campamentos tienen un mayor porcentaje de jefes de familia masculinos, menor tamaño familiar, y un ingreso per cápita casi el doble de la mayoría de las familias de bajos ingresos de la Región Metropolitana. Este resultado contradice la creencia convencional de que las familias más pobres viven en los campamentos. Lo que parece estar ocurriendo es la expresión de una estrategia por parte de familias de menores ingresos para superar su vulnerabilidad y aprovechar al máximo las oportunidades para mejorar su situación, usando para ello la ubicación de su vivienda como un recurso en el proceso de movilidad social.

La incidencia de pobreza en los campamentos varía en función del precio promedio del suelo en el distrito donde se encuentra el barrio. Menos de la mitad de las familias que viven en campamentos ubicados en distritos de valor bajo y alto del suelo son pobres, mientras que aquéllas que viven en distritos de valor medio del suelo tienen niveles de pobreza mucho mayores (ver Cuadro 4). Las familias que viven en distritos de valores bajos y altos del suelo también tienen una mayor proporción de trabajadores en los sectores de servicios privados y domésticos, y menos empleados por cuenta propia.

Ver Cuadro 4 en anexo: Pobreza y empleo en las familias que viven en campamentos, por valor del suelo en el distrito

Los residentes perciben que la localización objetiva de los campamentos es mejor que el de las viviendas de interés social, porque es más probable que los campamentos se encuentren en los distritos de mayor valor del suelo, en comparación con las viviendas de interés social: 27 por ciento, comparado con 7,9 por ciento (ver Cuadro 5). Al mismo tiempo, las familias que viven en campamentos tienen una percepción mucho mejor de su proximidad a los servicios y puestos de empleo, y encuentran que su distrito es socialmente más diverso que el de las familias que viven en viviendas de interés social (ver Cuadro 6).

Ver Cuadro 5 en anexo: Distribución de familias por valor del suelo en sus distritos respectivos (porcentajes)

Ver Cuadro 6 en anexo: Percepciones de localización de la vivienda

Si se usan los valores del suelo como indicador de acceso a servicios, queda claro cuán significativa es la localización para las familias. Los campamentos ubicados en distritos donde los valores del suelo son altos exhiben ventajas significativas sobre aquellos en distritos de precio del suelo bajo, sobre todo con respecto a la ubicación del trabajo del jefe de familia y su cónyuge (ver Cuadro 7).

Ver Cuadro 7 en anexo: Percepciones de localización por valor del suelo en el distrito entre las familias que viven en campamentos (porcentaje)

Preferencias declaradas de localización

Las familias que viven en campamentos valoran su localización. Al preguntar: “Si tuviera la oportunidad de mudarse a otra casa, ¿qué elegiría?”, el 28,8 por ciento declaró que preferiría quedarse en el mismo lugar y el 57,6 por ciento se mudaría a otra ubicación dentro del mismo distrito. La tercera opción, mudarse a otro distrito, fue seleccionada sólo por el 13,6 por ciento de las familias.

Con respecto a sus expectativas para el futuro, la mayoría de las familias que viven en campamentos declaran que esperan vivir en una vivienda de interés social dentro de cinco años. El sesenta y siete por ciento cree que vivirá en una vivienda de interés social dentro del mismo distrito y el 25 por ciento de ese grupo cree que vivirá en una vivienda de interés social construida en el mismo lugar donde se encuentra el campamento donde vive ahora.

El resultado más interesante es que el 51,8 por ciento de las familias que viven en campamentos dicen que prefieren quedarse en el barrio (bajo las mismas condiciones) que mudarse a una vivienda de interés social lejos de su distrito actual, Esta preferencia también es expresada por el 58.7 por ciento de las unidades familiares que declararon estar dispuestas a ahorrar más de los aproximadamente 400 dólares estadounidenses que el estado exige actualmente como pago para participar en el programa; un pago más alto aumentaría aún más la probabilidad de quedarse en la misma localización.

Conclusión

Este estudio ofrece una nueva perspectiva sobre los patrones y preferencias de localización de las familias que viven en asentamientos precarios. Subyacente en la decisión familiar de vivir en un campamento está el interés de aumentar la probabilidad de obtener una vivienda de interés social en un período más corto y en el distrito de su preferencia. No parece haber ningún conflicto entre obtener una mejor localización y obtener un subsidio residencial de una vivienda formal. Por el contrario, el vivir en un campamento constituye una estrategia racional para alcanzar ambos objetivos.

Las familias que han seguido esta estrategia tienen un perfil un tanto distinto a la típica familia pobre de Santiago. La mayoría tiene un jefe de familia masculino y un nivel de ingresos que, si bien es bajo, se encuentra significativamente por encima de la línea de pobreza tal como se define en Chile. La localización del campamento parece cumplir un rol importante en favorecer la proximidad al trabajo tanto para el jefe de familia como para su cónyuge.

Los programas de vivienda de interés social en Chile se han guiado fuertemente por la noción del déficit de viviendas, donde las familias pasan a ser un número de una lista para obtener un subsidio de manera independiente, sin considerar aspectos tales como el mantenimiento de las redes sociales o las preferencias de localización. Esta política, basada en subsidiar la demanda y dar por sentado el valor del suelo, llevó a una segregación a gran escala en la periferia, donde los precios del suelo tienden a ser menores.

Este estudio demuestra que las familias optarán por una mejor localización, frecuentemente en la ciudad central, aunque ello signifique vivir en un campamentos o un lote más pequeño, demostrando los límites de la vivienda de interés social basada en los precios más bajos del suelo en la periferia. El programa Chile Barrio, creado en 1996, ha reemplazado el énfasis en el déficit de viviendas por un enfoque territorial que hace del campamento la unidad de intervención, y este nuevo enfoque parece haber mejorado las opciones de vivienda. La lección de política pública aprendida para programas de vivienda futuros es la necesidad de concentrarse en la calidad de la localización y en la inclusión social.

Referencias

CASEN. 2006. Ministerio de Planificación. www.mideplan.cl

Fundación un Techo para Chile. 2007. Informe catastro de campamentos. www.untechoparachile.cl/cis

Instituto de la Vivienda (INVI). 2001. Diagnóstico de medición de satisfacción de beneficiarios de vivienda básica. Santiago: Universidad de Chile, Facultad de Arquitectura y Urbanismo.

Sabatini, F., G. Cáceres, y J. Cerda. 2001. Segregación residencial en las principales ciudades chilenas: Tendencias de las tres últimas décadas y posibles cursos de acción”. EURE 27 (82) Diciembre.

Sobre los autores

Isabel Brain es socióloga y coordinadora del Programa de Apoyo a las Políticas Urbanas y de Suelo (ProUrbana) de la Universidad Católica de Chile Sus investigaciones se concentran en el desarrollo urbano, viviendas económicas, segregación residencial, mercados de suelos y asentamientos informales.

Pablo Celhay es economista e investigador de la Universidad Alberto Hurtado de Santiago, Chile. Recibió una maestría en políticas públicas de la Universidad de Chicago. En la actualidad está cursando la carrera de maestría en políticas públicas en la Facultad de Economía y Negocios de la Universidad de Chile.

José Joaquín Prieto es director del Observatorio Social de la Universidad Alberto Hurtado de Santiago, Chile. Sus investigaciones se concentran en políticas sociales y metodología de las investigaciones aplicadas.

Francisco Sabatini es sociólogo y profesor de planeamiento urbano en el Instituto de Estudios Urbanos y Territoriales de la Universidad Católica de Chile. Se especializa en segregación social, conflictos medioambientales y participación ciudadana.

Desalojos forzosos y derechos humanos en Colombia

Margaret Everett, Noviembre 1, 1999

Una versión más actualizada de este artículo está disponible como parte del capítulo 2 del libro Perspectivas urbanas: Temas críticos en políticas de suelo de América Latina.

Muchos gobiernos latinoamericanos han mejorado el proceso de legalización de los asentamientos periféricos, y han reconocido el derecho a la vivienda y la postura de las Naciones Unidas que condena los desalojos forzosos como violaciones de los derechos humanos. Así y todo la práctica del desalojo persiste, con repercusiones devastadoras para familias, vecindades, y para con los esfuerzos de mejoramiento de grandes áreas urbanas. Al perpetuar un clima de miedo e incertidumbre, esta amenaza hace a la gente perder las ganas de invertir recursos y mano de obra en sus hogares y barrios.

Los desalojos en América Latina surgen del fenómeno de ocupación ilegal, el cual a su vez resulta de factores como la urbanización incontrolada, la falta de recursos financieros por parte de la población pobre y de los gobiernos municipales, y la carencia de títulos de propiedad legales o debidamente registrados. En tales circunstancias, la necesidad de supervivencia impulsa al pobre urbano a valerse de una variedad de mecanismos -incluyendo subdivisiones ilegales, invasiones y viviendas autoconstruidas- a fin de satisfacer sus necesidades de alojamiento y de comunidad.

Los moradores de Chapinero Alto, al noreste de Bogotá (Colombia), han enfrentado 30 años de intentos de desplazamiento y desalojo. Muchas de las familias que viven en esta periferia urbana montañosa son descendientes de los trabajadores de haciendas situadas en la región de la sabana (altos llanos). Conforme las haciendas se fueron cerrando y vendiendo para dar paso a la expansión urbana, los trabajadores no tuvieron más alternativa que quedarse a vivir en las colinas, cuyo valor era considerado despreciable por los promotores de mediados del siglo XX.

A principios de la década de 1970, los anuncios del plan de construcción de una autopista generaron una oleada especulativa y varios intentos de expulsión. Los moradores y sus aliados en universidades e instituciones religiosas formaron un frente social masivo que impidió varios desalojos, pero que no pudo detener la especulación. Para la época de finalización del proyecto (mediados de los ’80) pocas familias habían tenido que salir para dar paso a la carretera, pero los barrios tuvieron que volver a hacer frente a otra oleada de intentos de desalojo.

A principios de los ’90 la amenaza surgió nuevamente, esta vez en nombre de proyectos de desarrollo sostenible y de las denuncias hechas por el gobierno y varios grupos privados, que afirmaban que los barrios pobres atentaban contra el frágil medio ambiente circundante. Desde ese entonces los ocupantes se han visto obligados a luchar de mil maneras para defenderse contra los intentos de desalojo, y tal clima de inestabilidad ha desalentado cualquier proyecto de mejora bien sea por parte de los moradores como por parte del gobierno.

Refugiados del desarrollo

Las causas de los desalojos son variadas, pero típicamente se atribuyen directa o indirectamente a proyectos de renovación urbana. Debido a la creciente escasez de terrenos urbanizados, la competencia y las evicciones obligan a los moradores de los asentamientos informales a trasladarse a la periferia. En Bogotá, la expansión de la ciudad ha convertido a Chapinero Alto en uno de los predios más codiciados de la ciudad. A las víctimas de los desalojos (llamadas también “refugiados del desarrollo”) se les suele acusar de obstaculizar el progreso cuando protestan, y raramente se les ofrece una indemnización o participación en programas de reubicación. En los casos de especulación, a menudo las familias se ven obligadas a pasar el trago amargo de ser despojadas de sus hogares prácticamente sin previo aviso.

Los gobiernos locales desempeñan un papel principal en los procesos de desalojo, junto con propietarios de tierras, empresas urbanizadoras, cuerpos policiales y fuerzas armadas. Sacar a los pobres de los predios deseables no sólo facilita emprender proyectos de infraestructura e inmuebles de lujo, sino que también libera al rico del contacto diario con el pobre. Gobernantes y promotores suelen defender sus acciones en aras del embellecimiento y mejoramiento de la ciudad, o aseveran que las barriadas pobres son un caldo de cultivo de problemas sociales. Además, cada vez más se justifican los desalojos tras el escudo de la protección ambiental y el desarrollo sostenible. Todas estas razones han sido utilizadas por funcionarios gubernamentales y propietarios de títulos para eliminar los barrios pobres de Chapinero Alto.

Cuando las familias se ven obligadas a salir de sus predios, no sólo pierden sus tierras y sus hogares, sino también sus vecinos, comunidades y círculos sociales. El estrés sicológico y los daños a la salud causados por meses de incertidumbre pueden ser terribles. Frecuentemente los niños pierden meses de escuela, y sus padres deben viajar distancias considerables para llegar a sus trabajos. Los resultados de estudios antropológicos han demostrado que al dispersarse la población, se desmantelan las redes de ayuda mutua y los círculos sociales, los cuales son herramientas críticas de supervivencia para los pobres urbanos, quienes a menudo afrontan problemas económicos e incertidumbre. Estas redes de protección son irremplazables, incluso en los casos en que las familias reciben una indemnización. Por último, el desalojo entraña un alto riesgo de empobrecimiento, especialmente para las personas carentes de títulos de propiedad, puesto que generalmente no reciben indemnización.

En 1992 el gobierno de Bogotá desalojó a un grupo de 30 familias tras una violenta disputa con un propietario. La ciudad trasladó a las familias a una escuela abandonada, donde vivieron durante varios meses esperando las viviendas de interés social prometidas por el alcalde. A medida que pasaron los meses y se evaporó la promesa de las viviendas, los problemas de estrés, salud y pérdida de ingresos y educación ocasionaron efectos graves en las familias. Varios de los hombres abandonaron sus familias; hubo incidentes de violencia doméstica; y se desintegraron las relaciones sociales. Para el año 1997 las familias se habían dispersado y estaban viviendo dondequiera que pudieron conseguir dónde vivir en la ciudad.

Una de las consecuencias más dolorosas del desalojo es la repercusión negativa que tiene esa permanente inseguridad sobre todos los asentamientos irregulares. Sin importar si al final se hace o no realidad, la amenaza constante del desahucio afecta vastas zonas de ciudades en desarrollo y frena las inversiones en viviendas y servicios, tan necesarias para resolver los problemas de las barriadas. Ésta es una de las razones que imponen estudiar la práctica de los desalojos forzosos dentro del marco de los derechos humanos. El problema continuará hasta tanto la seguridad de tenencia y de una vivienda adecuada no sean protegidas como derechos humanos.

Desalojos y derechos humanos

Dadas las consecuencias sociales de amplio efecto que tienen los desalojos forzosos, no es de sorprender que los mismos quebranten un buen número de derechos humanos. Para empezar, obviamente comprometen el derecho a la vivienda, defendido por el derecho internacional en forma cada vez más explícita. El derecho a la vivienda fue establecido por vez primera en el artículo 25 de la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos Humanos de 1948. La Declaración sobre el Progreso Social y el Desarrollo, la Declaración de los Derechos del Niño, la Declaración de Vancouver sobre los Asentamientos Humanos y otros congresos también afirman el derecho a la vivienda, así como lo hacen más de 50 constituciones, entre ellas la Constitución Colombiana de 1991.

Además del derecho a la vivienda, el desalojo forzoso entraña comúnmente una violación al derecho a la libertad de movimiento. La violencia o el asesinato de líderes o miembros de la comunidad que protestan los desahucios constituyen claras violaciones al derecho a la vida y a la seguridad de las personas, así como también a la libertad de expresión y de afiliación. Cuando un niño es retirado de su escuela debido a un desalojo forzoso, se quebranta su derecho a la educación. Cuando los cuerpos policiales o militares irrumpen en los hogares a la fuerza, las familias pierden sus derechos a la vida privada. El derecho al trabajo es una de las violaciones más frecuentes del desahucio. Finalmente, las repercusiones psicológicas y físicas que acarrean los desalojos forzosos infringen el derecho a la salud.

Incluso en aquellas regiones donde los gobiernos han ratificado las declaraciones de las Naciones Unidas sobre el derecho a la vivienda, se siguen cometiendo violaciones. Las Naciones Unidas y muchos otros organismos observadores responsabilizan claramente al Estado como ente encargado de prevenir los desalojos, y han declarado que si un gobierno fracasa en sus intentos de garantizar la disponibilidad de viviendas adecuadas, tampoco puede aseverar que la eliminación de los asentamientos ilegales cumpla con las normas de derecho internacional. Dado que prácticamente todos los desalojos forzosos son planeados, y dado que existe un conjunto de estipulaciones reconocidas internacionalmente que condenan la práctica, tales desplazamientos deberían efectuarse en seguimiento a políticas sociales y dentro de un marco de trabajo centrado en los derechos humanos.

Consideraciones de política

Basado en varios estudios sobre desalojos forzosos y en nuestro propio estudio de investigación realizado en Bogotá, seguidamente expondremos varias sugerencias para mejorar las políticas de vivienda y de prevención de la violencia mediante el cumplimiento de las normas de derechos humanos. Los puntos siguientes deben ser el objetivo de las políticas que se proponen eliminar los desalojos forzosos:

  • Cuando no sea posible evitar el traslado, el gobierno debe garantizar la reubicación e indemnización, e involucrar la participación total de la comunidad afectada.
  • Se deben mejorar los esfuerzos de regularización o legalización de los asentamientos. Aun cuando existen procedimientos de legalización, problemas tales como burocracia, retrasos y gastos excesivos hacen impracticables tales procesos para la mayoría de la población.
  • Es fundamental resolver la cuestionable situación de los títulos de propiedad que caracteriza a las ciudades latinoamericanas, a fin de proteger el derecho a vivienda, prevenir la violencia y estimular el desarrollo en zonas de población de bajos recursos. Si bien esto es difícil en tierras sometidas a procesos de reclamación por parte de los propietarios de los títulos, son precisamente estas áreas las que requieren la legalización con mayor urgencia. Los gobiernos deben encontrar la forma de indemnizar tanto a los propietarios como a los ocupantes ilegales en tales disputas.
  • Los derechos humanos deben también regir las políticas tributarias. Al este de Bogotá, por ejemplo, los impuestos de valorización –utilizados para captar los aumentos del valor del suelo resultantes de un proyecto de desarrollo ejecutado en los años ’80– amenazaron con provocar la expulsión de las mismas vecindades que el gobierno estaba supuestamente ayudando con el proyecto. De hecho, muchos de los habitantes y activistas creyeron que ésas eran las verdaderas intenciones del gobierno, e incluso algunos miembros de la administración de la ciudad reconocieron que muchas familias se verían obligadas a irse.
  • En el ámbito local, una de las razones principales por la falta de aplicación de las leyes internacionales de derechos a la vivienda es que los gobiernos locales no participan en la creación de tales acuerdos. Además, la descentralización ha hecho que los gobiernos municipales sean virtualmente los únicos responsables de implementar las políticas de vivienda, pero carecen de los recursos necesarios para ejecutar y velar por el cumplimiento de los derechos de vivienda. Las autoridades municipales deben participar en el proceso de elaboración de las leyes, y se las debe equipar con las herramientas necesarias para proteger los derechos de vivienda.
  • Aun si el gobierno carece de recursos para garantizar una vivienda adecuada a todos los ciudadanos, pueden y deben tomar medidas para proteger los derechos de vivienda e impedir situaciones violentas mediante la prohibición de toda clase de desalojos forzosos.
  • A pesar de que el derecho a la vivienda es ampliamente reconocido, raramente se vela por su cumplimiento. Si se fortalece la participación de organizaciones internacionales, así como de instituciones locales tales como el ombudsman, habrá más posibilidades de evitar violaciones de los derechos humanos. Los gobiernos están casi siempre involucrados en la práctica de los desalojos forzosos; por tanto, es poco realista pensar que harán cumplir las estipulaciones de los derechos humanos correspondientes.

Los problemas asociados al desalojo forzoso -violencia, empobrecimiento y estancamiento del desarrollo urbano- podrán prevenirse con más eficacia únicamente implementando mecanismos eficaces para extender los derechos de tenencia a la población urbana pobre. El mejoramiento de las actuales directrices de los derechos humanos requiere extender los derechos de protección contra desalojos forzosos y los derechos al reasentamiento adecuado. Aunque las directrices actuales se cumplen con más eficacia en los proyectos de desarrollo que cuentan con financiamiento internacional, los estados deberían valerse de directrices similares para aplicarlas a toda forma de desplazamiento. Al extender las directrices de los derechos humanos y mejorar los mecanismos de ejecución y cumplimiento, los organismos nacionales e internacionales podrán cumplir mejor con las necesidades de la población pobre urbana.

Margaret Everett es profesora asistente de antropología y estudios internacionales en Portland State University en Portland, Oregon. Su estudio de investigación para este artículo fue parcialmente financiado por el Instituto Lincoln. El informe completo, “Desalojos y derechos humanos: un estudio etnográfico de disputas de desarrollo y tierras en Bogotá, Colombia”, está publicado en la sección de América Latina del sitio Web del Instituto Lincoln (www.lincolninst.edu).

Leyendas de las fotos

Una vivienda del barrio Bosque Calderón de Bogotá muestra los mensajes ‘Respeten nuestros derechos de posesión y vivamos en paz’ y ‘Más de 30 años de posesión es una razón’. Sus habitantes se enfrentaron a intentos de desalojo desde principios de los años ’70, y finalmente recibieron los títulos legales a principio de los ’90.

Los moradores de Bosque Calderón participan en un proyecto de vivienda comunitaria tras finalmente adquirir el permiso de tenencia legal.

Faculty Profile

Francisco Sabatini
Octubre 1, 2004

Francisco Sabatini, a sociologist and urban planner, is a professor at the Catholic University of Chile in Santiago, where he lectures on urban studies and planning and conducts research on residential segregation, value capture and environmental conflicts. He combines his academic work with involvement in NGO-based research and action projects in low-income neighborhoods and villages. He served as an advisor to the Chilean Minister of Housing and Urban Affairs after democracy was restored in 1990, and as a member of the National Advisory Committee on the Environment in the subsequent democratic governments. Sabatini has published extensively in books and journals, and has taught in several countries, mainly in Latin America. He is a long-standing collaborator in the Lincoln Institute’s Program on Latin America and the Caribbean, as a course developer, instructor and researcher.

Land Lines: Why is the topic of residential segregation so important for land policy and urban planning in general?

Francisco Sabatini: Zoning, the centerpiece of urban planning, consists of segregating or separating activities and consolidating homogeneous urban areas, for either exclusionary or inclusionary purposes. At the city level, this planning tool was introduced in Frankfurt, Germany, in 1891 and was adopted elsewhere to address environmental and social problems due to rapid urbanization and industrialization. In modern cities the widespread practice of zoning to separate different activities and groups has aggravated these and other problems. It affects traffic and air pollution because more car trips are needed to move around the city, and it contributes to environmental decay and urban ghettos characterized by symptoms of social disintegration, such as increasing rates of school dropouts, teenage pregnancy and drug addiction.

It is indisputable that the desire for social segregation has long been a component of exclusionary zoning, along with concerns related to the environment and health. The influx of working-class families and immigrants is often considered undesirable and politically threatening, and zoning has been used to segregate such groups. Ethnic and religious discrimination are the most negative forms of social segregation. When a national government defines itself in religious, ethnic or racial terms, residential segregation usually remains entrenched as a severe form of discrimination, intolerance and human exploitation, as in Ireland, South Africa and Israel. Segregation can be positive, however, as in many cities around the world that become socially enriched with the proliferation of ethnic enclaves.

LL: What are the economic impacts of segregation?

FS: Besides its urban and social effects, residential segregation is an important aspect of land policy because it is closely connected to the functioning of land markets and is a factor in motivating households to pursue economic security and the formation of intergenerational assets. Fast-growing cities in unstable and historically inflationary economies convert land price increments into an opportunity for households at every social level to achieve their goals. It is no coincidence that the percentage of home ownership is comparatively high in Latin American cities, including among its poor groups. Land valuation seems to be an important motivation behind the self-segregating processes of the upper and middle classes. And, the increase in land prices is a factor in limiting access to serviced land and contributing to spatial segregation. In fact, the scarcity of serviced land at affordable prices, rather than the absolute scarcity of land, is considered the main land problem in Latin American cities, according to research conducted at the Lincoln Institute.

LL: What makes residential segregation so important in Latin America?

FS: Two of the most salient features of Latin America are its socioeconomic inequality and its urban residential segregation. There is an obvious connection between the two phenomena, though one is not a simple reflection of the other. For example, changes in income inequality in Brazilian cities are not necessarily accompanied by equivalent changes in spatial segregation. Residential segregation is closely related to the processes of social differentiation, however, and in that sense is deeply entrenched in the region’s economically diverse cities.

The rapidly increasing rate of crime and related social problems in spatially segregated low-income neighborhoods makes segregation a critical policy issue. These areas seem to be devolving from the “hopeful poverty” that predominated before the economic reforms of the 1980s to an atmosphere of hopelessness distinctive of urban ghettos. How much of this change can be attributed to residential segregation is an open question, on which little research is being done. I believe that in the current context of “flexible” labor regimes (no contracts, no enforcement of labor regulations, etc.) and alienation of civil society from formal politics, residential segregation adds a new component to social exclusion and desolation. In the past, spatial agglomeration of the poor tended to support grassroots organizations and empower them within a predominantly elitist political system.

LL: What features are characteristic of residential segregation in Latin America, as contrasted to the rest of the world?

FS: Compared to societies with strong social mobility, such as the United States, spatial segregation as a means of asserting social and ethnic identities is used less frequently in Latin America. Brazil shares with the U.S. a history of slavery and high levels of immigration, and it is one of the most unequal societies in the world; however, there is apparently much less ethnic or income segregation in residential neighborhoods in Brazil than in the U.S.

At the same time, there is a high degree of spatial concentration of elites and the rising middle class in wealthy areas of Latin American cities, although in many cases these areas are also the most socially diverse. Lower-income groups easily move into these neighborhoods, in contrast with the tradition of the wealthy Anglo-American suburb, which tends to remain socially and economically homogeneous over time.

Another noteworthy spatial pattern is that the segregated poor neighborhoods in Latin America are located predominantly on the periphery of cities, more like the pattern of continental Europe than that of many Anglo-American cities, where high concentrations of poverty are found in the center. The powerful upper classes in Latin America have crafted urban rules and regulations and influenced public investment in order to exclude the “informal” poor from some of the more modern zones, thus making the underdevelopment of their cities and countries less visible.

Finally, the existence of a civic culture of social integration in Latin America is manifested in a socially mixed physical environment. This widespread social mingling could be linked to the Catholic cultural ethos and the phenomenon of a cultural mestizo, or melting pot. The mestizo is an important figure in Latin American history, and it is telling that in English there is no word for mestizo. Anglo-American, Protestant cities seem to demonstrate more reluctance to encourage social and spatial mixing. Expanding this Latin American cultural heritage should be a basic goal of land policies aiming to deter the formation of poor urban ghettos, and it could influence residential segregation elsewhere.

LL: What trends do you perceive in residential segregation in Latin America?

FS: Two trends are relevant, both stimulated by the economic reforms of the 1980s: the spatial dispersal of upper-class gated communities and other mega-projects into low-income fringe areas; and the proliferation of the ghetto effect in deprived neighborhoods. The invasion of the urban periphery by large real estate projects triggers the gentrification of areas otherwise likely to become low-income settlements, giving way to huge profits for some. It also shortens the physical distance between the poor and other social groups, despite the fact that this new form of residential segregation is more intense because gated communities are highly homogeneous and walls or fences reinforce exclusion. Due to the peripheral location of these new developments, the processes of gentrification must be supported by modern regional infrastructures, mainly roads. Widespread private land ownership by the poor residents could help to prevent their complete expulsion from these gentrified areas and achieve a greater degree of social diversity.

The second trend consists of the social disintegration in those low-income neighborhoods where economic and political exclusion have been added to traditional spatial segregation, as mentioned earlier.

LL: What should land policy officials, in Latin America and elsewhere, know about residential segregation, and why?

FS: Residential segregation is not a necessary by-product of public housing programs or of the functioning of land markets, nor is it a necessary spatial reflection of social inequality. Thus, land policies aimed at controlling residential segregation could contribute to deterring the current expansion of the ghetto effect. In addition, officials should consider measures aimed at democratizing the city, most notably with regard to the distribution of investments in urban infrastructure. Policies such as participatory budgeting, as implemented in Porto Alegre and other Brazilian cities, could be indispensable in helping to undermine one of the mainstays of residential segregation in Latin American cities: public investments biased toward affluent areas.

LL: How is your work with the Lincoln Institute addressing these problems?

FS: Residential segregation is widely recognized as a relevant urban topic, but it has been scarcely researched by academics and to a large extent has been neglected by land policy officials. With the Institute’s support I have been lecturing on the topic in several Latin American universities over the past year, to promote discussion among faculty and students in urban planning and land development departments. I also lead a network of scholars that has recently prepared an eight-session course on residential segregation and land markets in Latin America cities. It is available in CD-ROM format for public officials and educators to support teaching, research and debate on the topic.

LL: Please expand on your new role as a Lincoln Institute partner in Chile.

FS: This year we inaugurated the Program on Support for the Design of Urban Policies at the Catholic University of Chile in Santiago. The program’s advisory board includes members of parliament, senior public officials, business leaders, researchers, consultants and NGO representatives. With its focus on land policy, particularly actions related to the financing of urban development and residential social integration, this board will identify relevant national land policy objectives and adequate strategies to reach them, including activities in the areas of training, applied policy research and dissemination of the results.

The board’s first task is to promote broad discussion of the draft reform of major urban laws and policies that the government recently sent to the Chilean Parliament. Since the late 1970s, when the urban and land market liberalization policies were applied under the military dictatorship, the debate on urban policies has fallen nearly silent, and Chile has lost its regional leadership position on these issues. Overly simplistic notions about the operation and potential of land markets, and especially about the origins of residential segregation (due in part to ideological bias), have contributed to this lack of discussion. Both land markets and the processes of residential segregation must be seen as arenas of critical social and urban importance. We want to reintroduce Chile into this debate, which has been facilitated by the Lincoln Institute’s Program on Latin America and the Caribbean and its networks of experts over the past 10 years.

References and Resources

Sabatini, Francisco, and Gonzalo Cáceres. 2004. Barrios cerrados: Entre la exclusión y la integración residencial (Gated communities: Between exclusion and residential integration). Santiago: Instituto de Geografía, Pontificia Universidad Católica de Chile.

———. Forthcoming. Recuperación de plusvalías en Santiago de Chile: Experiencias del Siglo XX. (Value capture in Santiago, Chile: Experiences from the 20th century). Santiago: Instituto de Geografía, Pontificia Universidad Católica de Chile.

Sabatini, Francisco, Gonzalo Cáceres and Gabriela Muñoz. 2004. Segregación residencial y mercados de suelo en la ciudad latinoamericana. (Residential segregation and land markets in Latin American cities). CD-ROM.

Espaço e debates. 2004. Segregações urbanas 24(45).