2020 C. Lowell Harriss Dissertation Fellowship Program
Submission Deadline:
March 16, 2020 at 6:00 PM
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The Lincoln Institute's C. Lowell Harriss Dissertation Fellowship Program assists Ph.D. students, primarily at U.S. universities, whose research complements the Institute's interests in land and tax policy. The program provides an important link between the Institute's educational mission and its research objectives by supporting scholars early in their careers.
Asequibilidad de viviendas en Brooklyn, Nueva York
Por Jenna DeAngelo, Noviembre 21, 2019
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Según Bloomberg, la mediana de alquileres en Brooklyn aumentó entre un dos y un seis por ciento al mes en la primera mitad de 2019, y llegó a US$ 2.914 en julio (Price 2019). Según se indica en el mapa, los créditos fiscales estatales (LIHTC, por su sigla en inglés) tienden a concentrarse en la sección noreste del distrito. Las viviendas asequibles escasean en los vecindarios más occidentales, cuyos proyectos de uso mixto con biblioteca y viviendas se describen en este número: Brooklyn Heights, donde el alquiler promedio aumentó un 53 por ciento entre 1990 y 2010 a 2014, y Sunset Park, donde el alquiler promedio aumentó un 24 por ciento durante el mismo período (NYU 2016).
Ver la versión PDF de este mapa para obtener más detalles y una clave.
Marvin Rees nació en Bristol, Reino Unido, y creció en las viviendas públicas de la ciudad. De allí fue a estudiar políticas e historia económicas en la Universidad Swansea; luego, desarrollo global en Eastern University, Pensilvania, y el programa de liderazgo mundial en Yale World Fellows. Trabajó en el área de salud pública, donde promovió la igualdad racial en la atención de la salud mental, y como periodista de radiodifusión para la BBC, antes de buscar un puesto político en su ciudad natal. Cuando fue electo, en mayo de 2016, se convirtió en el primer alcalde de ascendencia negra afro-caribeña en una ciudad europea. Se comprometió con convertir a Bristol (un ex centro fabril a unos 160 kilómetros al oeste de Londres con más de 450.000 habitantes) en “una ciudad más justa para todos”, centrada en viviendas asequibles, una mejor estructura de tránsito, atención médica y movilidad social mediante el acceso a la educación. Rees, de 47 años, también trabajó para mejorar las comunicaciones y la colaboración con los votantes y los grupos cívicos. Vive en East Bristol con su esposa y sus tres hijos. En su entrevista con Anthony Flint, miembro sénior, Rees reflexiona acerca de la igualdad, el crecimiento y la inmigración, en medio de un clima político tumultuado en el Reino Unido.
Anthony Flint:Uno de los afiches de su campaña indicaba que cuando fuera electo construiría 2.000 viviendas al año. ¿Qué había detrás de esa promesa? ¿Y cómo evolucionó?
Marvin Rees: El motivo por el cual las viviendas asequibles se hicieron prioritarias es que son una de las herramientas de políticas más importantes que tenemos para ofrecerle a la población salud, una economía sólida, una sociedad estable y buenos resultados educativos. Al igual que muchas ciudades de los Estados Unidos, nos encontramos en una crisis de vivienda. No hemos construido lo suficiente, y el mercado privado por su cuenta no ha dado la oportunidad de poseer un hogar estable. Ha sido difícil, en parte porque no teníamos armada la maquinaria organizativa para priorizar el territorio y desarrollarlo. Pero parece que estamos encaminados para alcanzar la meta: 2.000 viviendas al año para 2020, 800 [de ellas] asequibles. Hay toda una mezcla: viviendas obreras donde poseemos el suelo; una asociación de viviendas sociales con alquileres inferiores a los precios de mercado; constructores en volumen que, dentro de sus esquemas, también deben ofrecer viviendas asequibles; y estamos apoyando esquemas de autoconstrucción, mediante los que las comunidades se unen [para construir viviendas compartidas en suelo infrautilizado]. Tuvimos la exhibición Bristol Housing Festival, que presentó métodos modernos de construcción, como fabricación fuera del sitio. Hacemos hincapié en la calidad y la comunidad. Lo que no queremos es simplemente armar cajas y llenarlas de gente.
AF:Al pensar en crecimiento sostenible y viviendas asequibles, según su opinión, ¿cuál es la función de las políticas de suelo, entre ellas la tributación territorial? ¿Cuál es su postura respecto de la captura de valor territorial y la tributación del valor del suelo?
MR: Vengo de un entorno de salud pública y periodismo, entonces tuve que hacer un curso acelerado sobre cómo funcionan varias partes de una ciudad. El valor territorial es un desafío masivo porque el suelo se convirtió en un producto básico, que pasa por las manos de varios propietarios cuyo objetivo no es construirle cosas encima, sino simplemente ganar dinero. Necesitamos poderes a nivel del gobierno local, y el gobierno nacional debe tomar medidas para modificar la manera en que se utiliza el suelo. Personalmente, creo nos debemos una conversación inmensa. En el Reino Unido, creemos que la educación es un bien común. Pensamos lo mismo sobre la salud, y por lo tanto tenemos un Servicio Nacional de Salud. Y creo que, por la justicia social y la fortaleza de nuestra economía, necesitamos volver a enmarcar nuestro modo de pensar en el suelo y las viviendas. Si fallamos en esto, terminaremos con lo que vimos en todo el mundo: la clase media desaparece, y el resultado es una población bifurcada y un estado frágil. Esto es una crisis.
AF:Ha aceptado el concepto de reinvención para las ciudades postindustriales, que es un tema grande para U.K. 2070 Commission, una iniciativa de investigación asociada con el Instituto Lincoln. ¿Pero cómo alienta al crecimiento en su ciudad y en otras parecidas en el contexto de Brexit?
MR: Brexit es la respuesta incorrecta al problema correcto. La gente quedó olvidada; perdió la esperanza. [La gente siente que] la política está cada vez más lejos de ella. El otro problema que identificó Brexit es que la gente perdió el contacto con su historia y relato nacionales, y con quiénes son. Al igual que en los Estados Unidos, quieren volver a los 50. Estos son reclamos legítimos, pero Brexit no va a resolver el problema. La globalización ha integrado nuestras comunidades para que usemos los mismos productos: Pizza Hut no tiene nada de inglés, ¿o sí? De muchas formas, estamos en un mundo posnacional y no podemos depositar nuestro futuro en las manos de un gobierno nacional. El gobierno a nivel de la ciudad es el mejor lugar para actuar: las ciudades están formando redes internacionales para trabajar en conjunto en temas compartidos, como cambio climático, inmigración e igualdad.
AF:Tómese un momento para explicar el One City Plan de Bristol, que expone una visión de dónde estará la ciudad en 2050, y está nominado para el premio a la Capital de la Innovación de la UE. ¿Cómo equilibra las innumerables ideas de los votantes con la implementación del plan que determinó que es necesario?
MR: El One City Plan surge de comprender que lo que la gente recibe no proviene únicamente del gobierno; la gente debe sentirse en la intersección de [decisiones tomadas por] la ciudad, universidades, el sector privado . . . Y si queremos dar forma al futuro, debemos aferrarnos a ese impacto colectivo y alinearnos un poco. También se basa en el sentido de que no podemos esperar a ver qué viene por las vías del tren. Debemos ver dónde debemos estar en 2050, y si queremos estar ahí para 2050, qué debemos entregar en 2048 o en 2025, y trabajar hacia atrás. Es un documento vivo con prioridades compartidas y un acuerdo real. Cualquier persona de Bristol puede tomar una copia del plan y decir: “Comprendo, harán X para 2050, pero creo que debería hacerse para 2025”. Por ejemplo, la neutralidad de carbono. El One City Plan nos da la materia prima y nos muestra cómo podemos llegar a los puntos en común.
El plan está basado en seis pisos [Salud y Bienestar; Economía; Viviendas y Comunidades; Medio Ambiente; Aprendizaje y Habilidades; Conectividad]. Cada uno de esos pisos tiene una junta [conformada por miembros de la comunidad], y ellos son responsables de hacer actualizaciones todos los años. También tenemos algo llamado City Gathering (Reunión de la Ciudad) cada seis meses. En la primera se reunieron unas 70 personas . . . y yo les dije: entre nosotros, gastamos £ 6.000 millones [US$ 7.400 millones] y empleamos a 70.000 personas en la economía. Si nos alineamos en una pequeña cantidad de prioridades compartidas, ¿qué no podríamos lograr? Tenemos un poder increíble. Estamos intentando crear un espacio para que la gente pueda [conectarse y] encontrar respuestas.
AF:Al desempeñarse en su empleo, fue víctima de comentarios extremistas y antiinmigratorios. ¿Cómo hace para ocupar un alto cargo ejecutivo con un plan progresista en ese tipo de entorno?
MR: Lo logro porque creo que todo el argumento sobre la inmigración es, para ser benevolente, un error, y si soy menos benevolente, una gran mentira. La inmigración no es la causa de los problemas de la gente. Yo crecí siendo pobre entre esas personas a las que se acusa. Que haya miembros de la élite inglesa que van por ahí, y se ve algo similar en los Estados Unidos, culpando a los inmigrantes por la situación del país sobre el cual han tenido un poder absoluto durante siglos . . . es un poco fuerte. Han creado una situación en la cual la gente relativamente pobre y desprovista de poder está culpando a otra gente pobre y sin poder por la situación en la que nos encontramos. No me cuesta, también, porque quiero estar en un lugar donde pueda decir lo que pienso de verdad. Yo soy un hombre mestizo. Mi papá vino de Jamaica; la herencia inglesa de mi mamá se remonta a mucho tiempo atrás en Bristol. Mi abuelo era de Gales del Sur y, antes, de Irlanda. Soy la encarnación física de la migración, entonces pienso que es hipócrita decir que la migración es la causa de los males del mundo.
Otro problema es que los gobiernos nacionales dan forma al debate por la migración. Y debería ser al revés. Lo que necesitamos es que los gobiernos nacionales empiecen a hablar con las ciudades y preguntarles qué necesitan. [Las ciudades] tienden a ver la migración como un activo, en términos de la conectividad con los mercados mundiales. Si seguimos las poblaciones asiáticas, africanas, de Europa Oriental, nos conectan con oportunidades internacionales. Los gobiernos nacionales están usando números abstractos y hablan de cuántas personas más dejan entrar. Y eso es totalmente diferente a lo que debemos conversar.
AF:Por último, aunque por cierto no es lo menos importante: ¿cuál es su visión sobre cómo pueden aportar las ciudades como Bristol para combatir el cambio climático y a la vez prepararse para los impactos inevitables?
MR: Reconocemos absolutamente que se trata de una crisis con consecuencias muy reales. Mayor riesgo de inundaciones, temperaturas más extremas, desertificación: acabaremos con un incremento de la migración de áreas rurales a urbanas, y una fuente de conflicto que llevará a más crisis. Para las ciudades, la emergencia climática será inseparable de la emergencia migratoria global. Las ciudades deben tener el mando, por varios motivos. Uno tiene que ver con la voluntad política. Esto es indudable en los Estados Unidos: el gobierno federal parece no tener voluntad política, pero hemos visto que algunos alcaldes del país dieron un paso al frente para tomar las riendas cuando el gobierno federal se retira. Las ciudades son más propensas a observar en términos de interdependencias, mientras que el gobierno nacional está más ocupado con las fronteras. Las ciudades están equipadas con la maquinaria política para marcar el camino.
Anthony Flint es miembro sénior del Instituto Lincoln de Políticas de Suelo.
Fotografía: Marvin Rees. Crédito: Oficina del alcalde de Bristol.
Era un verso al pasar en la balada “Against the Wind” (“Contra el viento”) de Bob Seger de 1980, una reflexión sobre la inocencia y el remordimiento. Si bien le parecía que sonaba raro y no era gramaticalmente correcto, Seger lo conservó porque a sus allegados les gustaba. Desde entonces, el verso ha inspirado a otros artistas para hacer sus propias interpretaciones. A mí me inspira como invitación a aprender, ofrece un marco de reflexión acerca de las consecuencias impensadas y nos permite imaginar cómo podríamos haber actuado de otro modo. En particular, es relevante en el contexto de la crisis nacional actual de viviendas asequibles.
Desde la Gran Depresión, durante cuatro décadas, dirigí y estudié el uso de inversiones públicas, privadas y filantrópicas para producir viviendas asequibles y ofrecer un techo decente a familias de bajos ingresos. Se debatió una gran cantidad de ideas, y muchas se implementaron. La mayoría de las que se implementaron no dieron los resultados esperados, pero todas trajeron consecuencias impensadas. ¿Qué podemos aprender de estos tropiezos del s. XX? Y, más específicamente: ¿qué estamos dispuestos a aprender?
Hace más de ocho décadas, el gobierno federal lucha para cubrir los compromisos básicos contraídos en las Leyes de Vivienda de los EE.UU. de 1937 y 1949: “una vivienda decente y un ambiente adecuado de vida para todos los estadounidenses”. Las leyes consignaban importantes subsidios para construir nuevas viviendas públicas y erradicar los asentamientos informales. Prometían nuevos empleos, ciudades modernizadas y mejores viviendas para quienes las necesitaran. Dado que las Leyes de Vivienda sugerían beneficios para todos los ciudadanos, se ganaron un amplio apoyo del público.
Cuando llegó la hora de implementar, casi todas las autoridades de vivienda pública apuntaron a ofrecer viviendas a quienes estaban en la mitad inferior de la distribución de ingresos: una decisión políticamente popular. Para mantener la disponibilidad de viviendas nuevas, se establecieron alquileres que cubrirían los costos operativos de los edificios. Pero los costos operativos aumentaban a medida que los edificios envejecían, y los alquileres crecían a la par. Hacia fines de los 60, los inquilinos de ingresos más bajos se vieron sobrepasados por los precios: pagaban más del 60 por ciento de su ingreso para seguir teniendo un techo.
El senador Edward Brooke (republicano, por Massachusetts) remedió la situación: en 1969 propuso una enmienda a las Leyes de Vivienda que limitaba los alquileres al 25 por ciento de los ingresos de los inquilinos. El gobierno federal cubría los déficits operativos con subsidios. Para obtener un alquiler reducido, los inquilinos debían declarar sus ingresos. Pronto se hizo evidente que las viviendas públicas no servían para las familias más pobres, quienes tenían las mayores necesidades de vivienda. En 1981, el Congreso actuó de nuevo: reservó las viviendas públicas para familias que ganaban la mitad de la mediana de ingresos y reservó el 40 por ciento de las unidades para familias que ganaban menos del 30 por ciento de la mediana.
El deterioro de los edificios se aceleraba. Esto se debió a que los subsidios operativos federales no cubrían gastos de capital, y los sistemas principales (calefacción, iluminación, ascensores) empezaron a fallar. La austeridad fiscal federal de los 80 agravó los problemas, porque redujo los subsidios operativos. Hacia fines de esa década, la única respuesta razonable a la crisis nacional de viviendas públicas fue la demolición generalizada.
Al mismo tiempo que disminuían los subsidios y dejaba de haber viviendas antiguas disponibles, surgió un contrarrelato, en el cual se culpaba a los propios residentes. La “cultura de la pobreza” y la “indefensión aprendida” se convirtieron en los memes dominantes. Se veía a la pobreza como una enfermedad contagiosa, más que como un síntoma. Los pobres se convirtieron en chivos expiatorios convenientes que cargaban con la responsabilidad de que se rompiera su propio techo, como si se esperara que los inquilinos, pobres o no, se responsabilizaran de mantener sus edificios. Al concentrar a los pobres en las viviendas públicas, reforzábamos los malos hábitos y transmitíamos valores que perpetuaban la pobreza a lo largo de las generaciones. Otro meme dominante de los 80 apoyó este movimiento: los peligros del gobierno grande. Este relato contaba (y cuenta) que el gobierno grande era torpe e ineficaz; el deterioro de las viviendas públicas era culpa del gobierno.
Con los programas “HOPE” que surgieron luego (Vivienda y Oportunidades para Personas en Cualquier Lugar), se reemplazaron muchos proyectos de vivienda pública por desarrollos bajos de ingresos mixtos, que en general sustituían tres unidades demolidas con una asequible. Para estimular la producción adicional de viviendas de alquiler, el gobierno federal creó el crédito fiscal para viviendas de bajos ingresos (LIHTC) en 1986. El programa ofrecía a los inversionistas privados créditos fiscales por una década a cambio de adelantos en inversiones en patrimonio (que suele ser el dinero más difícil de encontrar) para producir viviendas. Los estados controlaban cómo se asignaban los créditos, y las normativas exigían una asequibilidad a largo plazo para las viviendas.
Es importante mencionar que el programa LIHTC prometía superar las dos grandes fallas de las viviendas públicas. Al atraer inversiones privadas, las eficiencias del sector privado superarían la relación de dependencia con el ineficaz gobierno grande. Segundo, las decisiones de ubicación se delegarían a los gobiernos estatales y locales, que podrían asegurarse de que la producción de viviendas no concentraría la pobreza. Además, la competencia por los créditos fiscales reduciría el costo para los contribuyentes y, con el tiempo, el sector privado produciría viviendas asequibles sin necesitar subsidios.
Algunos expertos consideran que el programa LIHTC tuvo un éxito extraordinario. En el transcurso de tres décadas, se construyeron más de 2,5 millones de unidades de vivienda. Pero en ese período, perdimos más unidades asequibles del inventario nacional de las que se construyeron. Además, las rentabilidades prometidas del sector privado nunca se materializaron. Según el año y el mercado, el costo de producción estimado de unidades de LIHTC fue entre un 20 y un 50 por ciento superior que el de las unidades similares sin subsidios. Esto ni siquiera incluye los US$ 100 millones estimados por año para la administración del programa.
Los créditos fiscales para patrimonios de inversionistas privados llegaron a los contribuyentes en tasas de tarjeta de crédito. Y los costos aumentaron cuando el capital público estaba en el valor más barato. Durante la Gran Recesión, los créditos fiscales producían un promedio de ganancias después de impuestos del 12 al 14 por ciento para los inversionistas cuando la tasa de fondos federales era casi cero y la ganancia de Hacienda a 10 años era de cerca del 2 por ciento. El sector privado nunca dejó de depender de los subsidios. Hoy, prácticamente no hay producción de alquileres asequibles sin créditos fiscales. Por último, es decepcionante que se haya aceptado universalmente que la producción de viviendas con crédito fiscal exacerbó la concentración de la pobreza.
¿Cómo puede ser que el programa de producción de viviendas más grande de la historia de la nación, con amplio apoyo de ambos partidos, provoque tanta decepción? Hay muchas cosas de las que no sabía (y no sabíamos) antes, en 1999, en 1979 e incluso en 1949, que me gustaría no saber ahora.
Ojalá no supiera que, aunque seamos muy buenos para identificar grandes desafíos y anunciar respuestas ambiciosas, nuestro compromiso casi nunca sobrevive a los desafíos económicos. Ahora sabemos que solo construir viviendas asequibles no alcanza para ofrecer una vivienda decente y un ambiente adecuado de vida. Se necesita un modelo sostenible que mantenga los edificios, conserve la asequibilidad en el tiempo y construya donde lo necesitamos: cerca de empleos y escuelas buenos.
Ojalá no supiera que el apoyo político es efímero, y que la memoria no perdura. Garantizar que el poco subsidio que hay llegue a quienes más lo necesitan es razonable, pero solo si el subsidio se protege. Los más necesitados son políticamente débiles y es poco probable que obtengan apoyo para defender sus derechos. Y cuando intentan hacerlo, es fácil convertirlos en el chivo expiatorio.
Ojalá no supiera que gastamos decenas de millones de dólares para evaluar programas de viviendas, pero no aprendimos mucho. Contamos unidades, hicimos de cuenta que la cantidad producida es la única medida importante de impacto. Hace veinte años, una de cada cuatro familias que reunían los requisitos para recibir ayuda para la vivienda la recibían. Hoy, es una de cada cinco familias. Aunque según la creencia general los costos de vivienda que superan el 30 por ciento del ingreso son insostenibles para las familias, alrededor de la mitad de los inquilinos pagan más del 30 por ciento de su ingreso antes de impuestos para alquilar, y el 20 por ciento entrega más de la mitad de su ingreso.
¿Cuándo haremos un análisis sincero de ocho décadas de labores para dar un techo a nuestra gente? Debido a la complejidad de los desafíos en cuanto a las viviendas, es imposible aprender algo de las evaluaciones de los programas. Para aprender, debemos revelar los resultados esperados y comprometernos con ellos, compartir la lógica que guía nuestras acciones y conciliar lo que logramos en realidad con nuestras intenciones. Este es un modelo de aprendizaje que adoptamos en el Instituto Lincoln, y espero que se pueda aplicar más ampliamente a análisis de políticas en los sectores de vivienda, desarrollo comunitario y filantropía.
Ofrecer viviendas asequibles para todos no es tarea fácil. Las dolorosas verdades de ocho décadas de trabajo se ofrecen no como una acusación, sino como una invitación para aprender, y pensar y actuar de otro modo. Debemos intentar cosas nuevas y aprender de ellas. Esa innovación puede ser construir departamentos sobre bibliotecas públicas, una tendencia que exploramos en este número. Puede significar forjar asociaciones inesperadas, como están haciendo los servicios públicos y los defensores de viviendas en Seattle. Puede significar rematar derechos de desarrollo o aprovechar el valor del suelo de otro modo.
Deberíamos aspirar a las mismas ambiciones de los confiados gestores de políticas de 1949, que se comprometieron para proveer “una vivienda decente y un ambiente adecuado de vida para todos los estadounidenses”. Pero tendremos que intentar muchas cosas nuevas y aprender de nuestros errores. Y, si nos comprometemos a “buscar un techo una y otra vez”, como canta Seger en la misma canción, podríamos lograrlo.
¿Tiene un ejemplo propio de “ojalá no supiera ahora lo que no sabía antes”? ¿Una política o programa del que podríamos o deberíamos haber aprendido? Queremos destacar algunos en uno de los próximos números. Envíenos el suyo a publications@lincolninst.edu.
The Place Database is built on the PolicyMap platform and enables users to map a broad array of indicators from housing prices to zoning. It is designed to be easy to use for academics, local governments, the general public, and journalists, regardless of their experience with tools like ArcGIS, according to Jenna DeAngelo, associate director of international and institute wide initiatives at the Lincoln Institute. Users can search U.S. geographies and select from a list of data layers, such as aggregate transportation costs or local revenue per pupil, and data points, including brownfield sites and structurally deficient bridges. The platform can zoom down to the block group level and draws on information from sources like the U.S. Environmental Protection Agency and the U.S. Census Bureau.
In the past two years, the resource has been used in academic theses, as a tool for brokers and real estate agents, in curricula developed by the National Building Museum, and more. The most popular data layers include per capita income, median home value, and critical habitat, while the most frequently used data points have been LIHTCs, Brownfields, and FEMA floods.
The Lincoln Institute decided to host this contest to promote the tool and find out more about who was using the tool and how they were using it, DeAngelo said. It attracted over 40 submissions. A committee composed of Lincoln Institute and PolicyMap staff, a representative from the City of Cambridge GIS and Community Development departments, and a professor from Boston University reviewed the entries, selecting five winning projects and awarding $1,500 to each to develop a brief narrative using the maps that are now featured as use cases on the Lincoln Institute website.
One of the winning projects focused on housing in St. Louis, where the majority of affordable housing funded through the federal Low-Income Housing Tax Credit (LIHTC) program is concentrated in neighborhoods with extensive blight and vacancy and related poor health outcomes. Jason Whiteley, a research analyst at the St. Louis Planning and Urban Design Agency, used The Place Database to better understand what factors, such as restrictive single-family zoning in more affluent parts of the city, have created this current geographic distribution of LIHTC developments.
“We wanted to go beyond the standard talking points about siting affordable housing and look at a more local context and see what issues might impact siting decisions,” Whitley said. “This mapping exercise allowed us to see where the LIHTCs fall against a host of variables, such as vacancy, and served as a good starting point to talk about not just LIHTCs but all the different types of affordable housing in the city.”
In his narrative, cowritten by Raha Pouladi, a planner at the city of Celina, Texas, Sardari presented maps from the Place Database highlighting census tracts where housing costs consume 27 to 30 percent of household income. He also used a data layer that illustrates the percent change in housing price index to identify zip codes that have more recently started to face affordability challenges and might benefit from early interventions to preserve affordability.
Other maps in the project illustrated the spatial mismatch between the concentration of subsidized properties in the southern sector of Dallas and the increasing growth of low-wage jobs in the northern sector of the city. The project concluded with a list of approaches, such as inclusionary zoning, community land trusts, and improved access to public transit, that would create a more even distribution of subsidized housing throughout the city.
“Combining affordability with housing price changes is a unique contribution of the Place Database,” Sardari said. “House price change is missing in other data sources. Often you have to go look in other places.” Most datasets in the Place Database are updated every year as new data becomes available, according to DeAngelo, which allows users to map changes over time.
Sardari emphasized that being able to access a range of datasets on one site is also an advantage of the tool, as researchers often have to navigate between the websites of places like the U.S. Census Bureau, Internal Revenue Service, and Environmental Protection Agency to map multiple criteria. For instance, in his analysis, Whiteley was able to access datasets from the U.S. Department of Housing and Urban Development; Valassis Lists, a direct mail marketing company that compiles vacancy data; and the City of St. Louis, without leaving The Place Database platform.
For researchers who want to do a deeper dive, the Place Database offers the option to download datasets, Sardari added.
While none of the winners told stories across multiple geographies, DeAngelo said that this capability is another strength of the Place Database: “Many tools are hyper-focused on indicators in one city or region, but The Place Database lets policy makers compare U.S. geographies in one tool, as opposed to having to look at multiple tools that might not have standard data across places.”
Emma Zehner is communications and publications editor at the Lincoln Institute of Land Policy.
Image: The relative concentration of Low-Income Housing Tax Credit developments in and around census tracts with elevated levels of vacancy in the City of St. Louis. Credit: The Place Database/Jason Whiteley, St. Louis Planning and Urban Design Agency.
Place Database
Housing Affordability in Brooklyn, New York
By Jenna DeAngelo, Octubre 1, 2019
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Median rent in Brooklyn climbed between two to six percent each month during the first half of 2019, reaching $2,914 by July, according to Bloomberg (Price 2019). As the map indicates, low-income housing tax credits (LIHTCs) tend to be clustered in the northeast section of the borough. Affordable housing is in short supply in the more westerly neighborhoods whose mixed-use library and housing projects are described in this issue: Brooklyn Heights, where average rent increased 53 percent from 1990 to 2010–2014, and Sunset Park, where average rent increased 24 percent during the same period (NYU 2016).
View the PDF version of this map for more detail and a key.
How a New Land Policy Could Help Unwind Apartheid in Cape Town, South Africa
Inclusionary Housing is a Form of Land Value Capture, or Land Value Return
By Will Jason, Octubre 18, 2019
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Looking at the South African government’s map of “the social tapestry of Cape Town,” it’s not difficult to see the legacy of apartheid. The map shows many pockets of racial integration, but most nonwhite residents live in the Cape Flats, an expansive area southeast of downtown that extends far out to the urban fringes. This area includes the city’s infamous townships, built in the twentieth century to segregate black and mixed-race residents.
Whites, who make up only 15 percent of the population, occupy the northeastern and southwestern suburbs, the Atlantic shoreline, and much of the urban core, or City Bowl, so-named because it is surrounded by Devil’s Peak, Lion’s Head, and the iconic Table Mountain, the latter of which was voted one of the world’s New Seven Wonders of Nature.
The City Bowl is where Amazon recently moved into a new eight-story office building. Developers advertise newly built projects in the neighborhood like the 17-story Sentinel, “a super-modern glass and aluminum building offering the most contemporary architectural statement in the City Centre,” and the Onyx, an 11-story “jewel in the crown of Cape Town” featuring “hotel-style residents’ amenities in the form of a gym, outdoor cross-training track, a day spa with sauna, bar, and kitchen, as well as a sky terrace with dramatic harbour, city and mountain views.” Two of the Onyx’s penthouses came accessorized with a Jaguar SUV.
In Cape Town and the rest of South Africa, formal racial exclusion—enforced under centuries of colonial rule and sustained during the mid- to late-twentieth century by apartheid—has given way to economic segregation. Whites make up only a tenth of South Africa’s population, but nearly two thirds of its elite, according to the World Bank, which designates the country as the world’s most unequal. The top 10 percent of households possess more than 70 percent of the nation’s wealth.
Land is at the core of the problem, and one potential solution
After centuries of deep social divisions, Cape Town’s jobs, schools, and efficient transportation—sources of economic opportunity—are concentrated downtown and in affluent suburbs. Most residents can’t afford to live in those areas, and endure long commutes from townships and other far-flung neighborhoods, many lacking parks, hospitals, or, in some cases, basic infrastructure for water and sanitation.
Reversing such entrenched inequality will require a massive effort with many different solutions, but the city is poised to adopt a new policy that could help. Known as inclusionary housing or inclusionary zoning, the policy originated as a way to combat segregation in another nation with a history of racial oppression—the United States.
The mechanics of inclusionary housing are simple: owners of real estate projects are required to sell or rent some of the new homes or apartments to lower-income residents at prices they can afford. In some cases, property owners can provide the affordable housing at a nearby location or pay into a housing fund. Cities can specify how much affordable housing is required, and exactly how low the rent or sales prices need to be.
Inclusionary housing is a form of land value return, or land value capture, a type of policy that allows the public sector to tap the gains from rising property values that result from public sector actions—construction of a new road, for example—rather than those of the individual property owner, and use the value increase for the public’s benefit. One common source of property value increase is a change in the density of a neighborhood or individual property.
“Inclusionary housing is rooted in the understanding that much of land’s value is generated by actors other than the property owner,” said Enrique Silva, director of international initiatives for the Lincoln Institute of Land Policy.
Willard Matiashe, a researcher for the Development Action Group, a housing policy organization in Cape Town, described inclusionary housing as “one way of sharing the land value windfalls linked to additional development rights that the city gives to developers.”
Inclusionary can be a tool for spatial justice
Now used in more than 800 U.S. communities, inclusionary housing first gained traction in the 1970s, partly in response to a practice known as exclusionary zoning, by which cities used land-use regulations to prevent less affluent, often nonwhite renters or home buyers from moving to desirable neighborhoods. Common exclusionary measures include prohibitions of apartments or smaller homes.
South Africa enforced its segregation through more explicit land-use laws, most notoriously the Group Areas Act, which established different sections in cities for each race. Beginning in the 1960s under this law, Cape Town forcibly removed 60,000 nonwhite residents from an area near the city center known as District 6, bulldozed their homes, and relocated them to the urban fringes.
Cape Town under the Group Areas Act. Illustration by Myriam Houssay-Holzschuch, Olivier Ninot, and Emma Thébault
After the end of apartheid in 1994, the new democratically elected government immediately recognized the importance of land in addressing inequality. In an early white paper, the government committed to establishing “socially and economically integrated communities, situated in areas allowing convenient access to economic opportunities as well as health, educational, and social amenities.” Two years later, it enshrined these ideas in the new constitution.
But breaking the cycle of segregation has proven difficult. In response to an urgent need for basic housing, the post-apartheid government has built millions of homes for low-income South Africans, but they are located mostly at the urban periphery where land is cheap. These homes provide shelter but little access to opportunity.
“South Africa has acknowledged in law that they need to have a strategy for desegregation and they’re in search of practical tools to achieve that goal,” said Rick Jacobus, who has studied inclusionary housing and recently traveled to South Africa on behalf of the Lincoln Institute to learn and advise public officials.
Momentum behind inclusionary housing in South Africa is building
South Africa’s policy makers first put inclusionary housing on the agenda in 2004 as part of a national housing plan, and in 2007 the Department of Housing produced a framework for national legislation. However, these efforts fizzled in the face of opposition from the real estate industry, a downturn in the housing market, and technical concerns.
In the absence of a coherent national policy, cities have experimented with their own policies. The country’s largest city, Johannesburg, adopted the country’s first municipal inclusionary housing policy in 2008 for high-priority transportation corridors, although the policy was rarely used. Johannesburg recently adopted a new citywide policy, but it allows developers to meet the requirements simply by building market-rate homes or apartments of a smaller size—an indirect way to reduce the rent or sale price.
These initial efforts have been relatively modest, but there is now a stronger legal foundation for inclusionary housing in South Africa, thanks to another piece of legislation enacted a few years ago. In 2013, South Africa’s parliament enacted the Spatial Planning and Land Use Management Act (SPLUMA), which established spatial justice as one of the core development principles that should guide local land use, stating that “past spatial and other development imbalances must be redressed.” Now advocates in Cape Town are relying on that law to push for more aggressive affordable housing policies.
In Cape Town, momentum behind inclusionary housing has been fueled by a real estate boom that began in the early 2010s. Home prices have increased faster in Cape Town than elsewhere in the country, in part because of a strong luxury market and demand from foreign buyers, who are drawn to the dramatic landscape and Mediterranean-style climate. The market has cooled recently amid a national economic slump and a 2018 water crisis, but prices in some neighborhoods are still double what they were just five years ago. Only a fraction of Cape Town’s households can afford the average-priced house in the city.
The central business district in Cape Town. Photo by Amy Cotter.
Building on the legal foundation of SPLUMA, an activist group called Ndifuna Ukwazi (“Dare to Know” in the regional Xhosa language) began in 2017 to file objections against real estate projects for which developers sought changes in the regulations—to build above the allowable height, for example. These challenges have led some developers to voluntarily add affordable housing to their projects, but the process has been ad-hoc, often with weak enforcement.
Last month, Ndifuna Ukwazi escalated its campaign with a lawsuit against the city over its approval of a proposed mixed-use tower called The Vogue, which would become one of Cape Town’s tallest buildings and promises to be “iconic in both form and function,” with “undulating balconies and roof gardens” and “top-level penthouse apartments which will all enjoy panoramic views over the Atlantic Seaboard.”
Among the handful of Capetonians who could afford an apartment in the development, nearly half are white, Ndifuna Ukwazi said in its lawsuit, even though whites make up only a sixth of the city’s population.
“Every new exclusive development that is approved by the city without affordable housing entrenches a system of racial segregation and unequal access to services,” the group said in a statement.
Developers are at the table
Such pressure has made developers more open to an inclusionary housing policy. Last year, developers sat down with advocates, experts, and city officials in a series of dialogues, hosted by the Development Action Group and the Lincoln Institute. Developers said they would prefer the certainty of a citywide policy if it could eliminate the risk of challenges to individual projects, which can create costly delays.
“Developers in the room were saying, ‘give us the number so we can factor that into our proposals,’” said Matiashe of the Development Action Group.
Nigel Burls, a Cape Town planning consultant who works on behalf of developers but did not participate in the dialogues, said developers might support an inclusionary housing policy if it doesn’t make projects infeasible.
“If it seems to be addressing a problem and it’s not seen to be penalizing developers, the developers will jump on the bandwagon,” Burls said. “It has to be carefully structured and it has to be carefully thought through. It has to be done in a manner that it doesn’t kill development.”
The city is making efforts to enact such an inclusionary housing policy. In a concept document released last year, Cape Town proposed to tie inclusionary housing to zoning change or additional development rights that increase property values. A draft policy is expected sometime in 2020.
“If we can get a policy together that speaks to more equitable ownership and benefit from the land and land value, it’s an incredibly important moment,” said Gail Eddy, a research officer for the city of Cape Town who is helping to craft the new policy.
By itself, inclusionary housing would not solve Cape Town’s problems of segregation and unaffordable housing. The policy would only work in neighborhoods that can attract market-rate development, which excludes large swaths of the city where infrastructure is poor. It would not produce nearly enough homes and apartments to meet the needs of the poorest residents.
Nevertheless, an inclusionary housing policy would establish the principle that the whole community has a claim on land and its value, and that the city can use land to redress its inequalities.
“Inclusionary housing is a statement that land should be used for the benefit of the public—in the case of Cape Town and South Africa, to help reverse longstanding patterns of exclusion,” said Silva of the Lincoln Institute.
Will Jason is associate director of communications at the Lincoln Institute of Land Policy.
Photograph: Cape Town, South Africa, with Table Mountain as the backdrop. Credit: kavram/iStock via Getty Images.